Page 50 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Llevaba malas noticias. Los últimos focos de    resistencia liberal, según  dijo, estaban  siendo
           exterminados. El coronel Aureliano Buendía, a quien había dejado batiéndose en retirada por los
           lados  de  Riohacha,  le  encomendó  la  misión  de  hablar  con Arcadio.  Debía entregar  la  plaza sin
           resistencia,  poniendo  como  condición que  se  respetaran bajo  palabra de   honor  la  vida y las
           propiedades de los liberales. Arcadio examinó con una mirada de conmiseración a aquel extraño
           mensajero que habría podido confundirse con una abuela fugitiva.
              -Usted, por supuesto, trae algún papel escrito -dijo.
              -Por  supuesto  -contestó  el  emisario-,  no  lo  traigo.  Es  fácil  comprender  que  en  las  actuales
           circunstancias no se lleve encima nada comprometedor.
              Mientras hablaba, se sacó del corpiño y puso en la mesa un pescadito de oro. «Creo que con
           esto será suficiente», dijo. Arcadio comprobó que en efecto era uno de los pescaditos hechos por
           el coronel Aureliano Buendía. Pero alguien podía haberlo comprado antes de la guerra, o haberlo
           robado, y no tenía por tanto ningún mérito de salvoconducto. El mensajero llegó hasta el extremo
           de violar un secreto de guerra para acreditar su identidad. Reveló que iba en misión a Curazao,
           donde esperaba reclutar exiliados de todo el Caribe y adquirir armas y pertrechos suficientes para
           intentar un desembarco a fin de año. Confiando en ese plan, el coronel Aureliano Buendía no era
           partidario de que en aquel momento se hicieran sacrificios inútiles.
              Arcadio fue inflexible. Hizo  encarcelar  al  mensajero, mientras  comprobaba   su  identidad,  y
           resolvió defender la plaza hasta la muerte.
              No  tuvo  que  esperar  mucho  tiempo.  Las  noticias  del  fracaso  liberal  fueron  cada vez más
           concretas. A fines de  marzo,  en  una madrugada de     lluvias prematuras, la  calma tensa de  las
           semanas anteriores se resolvió   abruptamente con   un  desesperado toque de   corneta, seguido de
           un cañonazo que desbarató la torre del templo. En realidad, la voluntad de resistencia de Arcadio
           era una locura.   No  disponía  de  más  de  cincuenta hombres   mal  armados,   con una dotación
           máxima   de  veinte  cartuchos cada  uno. Pero entre ellos, sus antiguos alumnos, excitados con
           proclamas altisonantes, estaban decididos a sacrificar el pellejo por una causa perdida. En medio
           del  tropel  de  botas,  de  órdenes  contradictorias,  de  cañonazos  que  hacían temblar  la  tierra,  de
           disparos  atolondrados  y de   toques  de  corneta sin sentido,   el  supuesto  coronel  Stevenson
           consiguió  hablar  con Arcadio.  «Evíteme  la  indignidad de  morir  en  el  cepo  con estos  trapes  de
           mujer  -le  dijo-.  Si  he  de  morir,  que  sea peleando.»  Logró  convencerlo.  Arcadio  ordenó  que  le
           entregaran un arma con veinte cartuchos y lo dejaron con cinco hombres defendiendo el cuartel,
           mientras él iba con su estado mayor a ponerse al frente de la resistencia. No alcanzó a llegar al
           camino  de  la  ciénaga. Las barricadas habían  sido  despedazadas y los defensores se batían    al
           descubierto  en  las calles, primero hasta donde les alcanzaba la  dotación  de  los fusiles, y luego
           con pistolas contra fusiles y por último cuerpo a cuerpo. Ante la inminencia de la derrota, algunas
           mujeres  se  echaron  a  la  calle  armadas  de  palos  y  cuchillos  de  cocina.  En  aquella  confusión,
           Arcadio encontró a Amaranta que andaba      buscándolo como   una  loca, en  camisa de  dormir, con
           dos viejas pistolas de José Arcadio Buendía. Le dio su fusil a un oficial que había sido desarmado
           en  la  refriega, y se evadió  con  Amaranta por una  calle  adyacente para llevarla a casa Úrsula
           estaba en la puerta, esperando, indiferente a las descargas que habían abierto una tronera en la
           fachada de  la  casa vecina. La lluvia cedía, pero las calles estaban  resbaladizas y blandas como
           jabón derretido, y había que adivinar las distancias en la oscuridad. Arcadio dejó a Amaranta con
           Úrsula y trató de enfrentarse a do8 soldados que soltaron una andanada ciega desde la esquina.
           Las viejas pistolas guardadas muchos años en un ropero no ;f~½cionaron. Protegiendo a Arcadio
           con su cuerpo, Úrsula intentó arrastrarlo hasta la casa.
              -Ven, por Dios -le gritaba-. ¡Ya basta de locuras!
              Los   soldados los apuntaron.
              -¡Suelte a ese hombre, señora -gritó uno de ellos-, o no respondemos!
              Arcadio empujó   a Úrsula  hacia la  casa y se entregó. Poco después terminaron   los disparos y
           empezaron a repicar las campanas. La resistencia había sido aniquilada en menos de media hora.
           Ni  uno  solo  de  los  hombres  de  Arcadio  sobrevivió  al  asalto,  pero  antes  de  morir  se  llevaron por
           delante a trescientos soldados. El último baluarte fue el cuartel. Antes de ser atacado, el supuesto
           coronel Gregorio Stevenson puso en libertad a los presos y ordenó a sus hombres que salieran a
           batirse  en  la  calle.  La  extraordinaria  movilidad  y  la  puntería  certera  con  que  disparó  sus  veinte
           cartuchos  por  las  diferentes  ventanas,  dieron  la  impresión de  que  el  cuartel  estaba bien
           resguardado, y los atacantes lo despedazaron a cañonazos. El capitán que dirigió la operación se
           asombró de encontrar los escombros desiertos, y un solo hombre en calzoncillos, muerto, con el



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