Page 46 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           del  patio, donde Arcadio se enrolló  como  un  caracol.  Don  Apolinar Moscote  estaba  inconsciente,
           amarrado en el poste donde antes tenían al espantapájaros despedazado por los tiros de entrena-
           miento. Los muchachos del       pelotón  se dispersaron,    temerosos de    que Úrsula   terminara
           desahogándose con    ellos. Pero ni  siquiera los miró. Dejó  a Arcadio con  el  uniforme arrastrado,
           bramando   de  dolor  y rabia,  y desató  a don Apolinar  Moscote  para  llevarlo  a su  casa.  Antes  de
           abandonar el cuartel, soltó a los presos del cepo.
              A  partir  de  entonces  fue  ella  quien  mandó  en  el pueblo.  Restableció  la  misa  dominical,
           suspendió el uso de los brazales rojos y descalificó los bandos atrabiliarios. Pero a despecho de su
           fortaleza,  siguió  llorando  la  desdicha  de  su  destino.  Se  sintió  tan  sola,  que  buscó  la  inútil
           compañía   del  marido  olvidado  bajo  el  castaño.  «Mira en  lo  que  hemos  quedado  -le  decía,
           mientras las lluvias de junio amenazaban con derribar el cobertizo de palma-. Mira la casa vacía,
           nuestros hijos desperdigados por el mundo, y nosotros dos solos otra vez como al principio.» José
           Arcadio Buendía, hundido en un abismo de inconsciencia, era sordo a sus lamentos. Al comienzo
           de  su  locura  anunciaba con latinajos     apremiantes   sus  urgencias   cotidianas.  En  fugaces
           escampadas de lucidez, cuando Amaranta le llevaba la comida, él le comunicaba sus pesares más
           molestos y se prestaba con docilidad a sus ventosas y sinapismos. Pero en la época en que Úrsula
           fue a lamentarse a su lado había perdido todo contacto con la realidad. Ella lo bañaba por partes
           sentado en el banquito, mientras le daba noticias de la familia. «Aureliano se ha ido a la guerra,
           hace ya más de cuatro meses, y no hemos vuelto a saber de él -le decía, restregándole la espalda
           con un estropajo  enjabonado.   José  Arcadio  volvió,  hecho  un hombrazo  más  alto  que  tú y todo
           bordado en punto de cruz, pero sólo vino a traer la vergüenza a nuestra casa.» Creyó observar,
           sin embargo,  que  su  marido  entristecía con las  malas  noticias.  Entonces  optó  por  mentirle.  «No
           me creas lo que te digo -decía, mientras echaba cenizas sobre sus excrementos para recogerlos
           con la pala-. Dios quiso que José Arcadio y Rebeca se casaran, y ahora son muy felices.» Llegó a
           ser tan  sincera en  el  engaño  que ella  misma acabó consolándose con      sus propias mentiras.
           «Arcadio ya es un hombre serio -decía-, y muy valiente, y muy buen mozo con su uniforme y su
           sable.» Era como hablarle a un muerto, porque José Arcadio Buendía estaba ya fuera del alcance
           de  toda preocupación.  Pero  ella  insistió.  Lo  veía  tan manso,  tan indiferente  a todo,  que  decidió
           soltarlo. Él ni siquiera se movió del banquito. Siguió expuesto al sol y la lluvia, como si las sogas
           fueran innecesarias, porque un dominio superior a cualquier atadura visible lo mantenía amarrado
           al tronco del castaño. Hacia el mes de agosto, cuando el invierno empezaba a eternizarse, Úrsula
           pudo por fin darle una noticia que parecía verdad.
              -Fíjate que nos sigue atosigando la buena suerte -le dijo-. Amaranta y el italiano de la pianola
           se van a casar.
              Amaranta y Pietro   Crespi,  en  efecto,  habían profundizado  en  la  amistad,  amparados  por  la
           confianza de Úrsula, que esta vez no creyó necesario vigilar las visitas. Era un noviazgo crepus-
           cular.  El  italiano  llegaba al  atardecer,  con una gardenia  en  el  ojal, y le  traducía  a Amaranta
           sonetos de Petrarca. Permanecían en el corredor sofocado por el orégano y las rosas, él leyendo y
           ella  tejiendo  encaje  de  bolillo,  indiferentes  a  los  sobresaltos  y  las  malas  noticias  de  la  guerra,
           hasta  que  los  mosquitos  los  obligaban  a  refugiarse  en  la  sala.  La  sensibilidad  de  Amaranta,  su
           discreta pero envolvente ternura habían ido urdiendo en torno al novio una telaraña invisible, que
           él tenía que apartar materialmente con sus dedos pálidos y sin anillos para abandonar la casa a
           las  ocho.  Habían hecho  un precioso  álbum con las  tarjetas  postales  que  Pietro  Crespi  recibía de
           Italia. Eran imágenes de enamorados en parques solitarios, con viñetas de corazones flechados y
           cintas doradas sostenidas por palomas. «Yo conozco este parque en Florencia -decía Pietro Crespi
           repasando las postales-. Uno extiende la mano y los pájaros bajan a comer.» A veces, ante una
           acuarela  de  Venecia, la  nostalgia transformaba en  tibios  aromas de  flores  el  olor  de  fango  y
           mariscos podridos de   los canales. Amaranta suspiraba, reía, soñaba   con  una  segunda patria  de
           hombres y mujeres hermosos que hablaban una lengua de niños, con ciudades antiguas de cuya
           pasada  grandeza  sólo  quedaban  los gatos entre los escombros. Después de    atravesar el  océano
           en  su  búsqueda,  después  de  haberlo  confundido  con la  pasión  en  los  manoseos  vehementes  de
           Rebeca,  Pietro  Crespi  había encontrado   el  amor.  La  dicha trajo  consigo  la  prosperidad.  Su
           almacén ocupaba entonces casi una cuadra, y era un invernadero de fantasía, con reproducciones
           del campanario de Florencia que daban la hora con un concierto de carillones, y cajas musicales
           de Sorrento, y polveras de China que cantaban al destaparías tonadas de cinco notas, y todos los
           instrumentos músicos que se podían imaginar y todos los artificios de cuerda que se podían con-
           cebir.  Bruno  Crespi,  su  hermano  menor,  estaba al  frente  del  almacén,  porque  él  no  se  daba



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