Page 48 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Arcadio dio una rara muestra de generosidad, al proclamar mediante un bando el duelo oficial
           por la muerte de Pietro Crespi. Úrsula lo interpretó como el regreso del cordero extraviado. Pero
           se equivocó. Había perdido a Arcadio, no desde que vistió el uniforme militar, sino desde siempre.
           Creía haberlo criado como a un hijo, como crió a Rebeca, sin privilegios ni discriminaciones. Sin
           embargo, Arcadio era un niño solitario y asustado durante la peste del insomnio, en medio de la
           fiebre utilitaria de Úrsula, de los delirios de José Arcadio Buendía, del hermetismo de Aureliano,
           de la rivalidad mortal entre Amaranta y Rebeca. Aureliano le enseñó a leer y escribir, pensando
           en  otra  cosa,  como  lo  hubiera  hecho  un extraño.  Le  regalaba su  ropa,  para  que  Visitación  la
           redujera, cuando ya estaba de tirar. Arcadio sufría con sus zapatos demasiado grandes, con sus
           pantalones remendados, con sus nalgas de mujer. Nunca logró comunicarse con nadie mejor que
           lo hizo con Visitación y Cataure en su lengua. Melquíades fue el único que en realidad se ocupó de
           él, que le  hacía escuchar sus textos incomprensibles y le  daba  instrucciones sobre el  arte  de  la
           daguerrotipia.  Nadie  se  imaginaba cuánto  lloró  su  muerte  en  secreto,  y con qué  desesperación
           trató de revivirlo en el estudio inútil de sus papeles. La escuela, donde se le ponía atención y se le
           respetaba, y luego el poder, con sus bandos terminantes y su uniforme de gloria, lo liberaron del
           peso de una antigua amargura. Una noche, en la tienda de Catarino, alguien se atrevió a decirle:
           «No mereces el apellido que llevas.» Al contrario de lo que todos esperaban, Arcadio no lo hizo
           fusilar.
              -A mucha honra -dijo-, no soy un Buendía.
              Quienes conocían el secreto de su filiación, pensaron por aquella réplica que también él estaba
           al  corriente,  pero  en  realidad no  lo  estuvo  nunca.  Pilar  Ternera,  su  madre,  que  le  había hecho
           hervir  la  sangre  en  el  cuarto  de  daguerrotipia,  fue  para  él  una obsesión  tan irresistible  como  lo
           fue primero para José Arcadio y luego para Aureliano. A pesar de que había perdido sus encantos
           y el  esplendor  de  su  risa,  él  la  buscaba y la  encontraba en  el  rastro  de  su  olor  de  humo.  Poco
           antes de la guerra, un mediodía en que ella fue más tarde que de costumbre a buscar a su hijo
           menor a la escuela, Arcadio la estaba esperando en el cuarto donde solía hacer la siesta, y donde
           después instaló el cepo. Mientras el niño jugaba en el patio, él esperó en la hamaca, temblando
           de ansiedad, sabiendo que Pilar Ternera tenía que pasar por ahí. Llegó. Arcadio la agarró por la
           muñeca y trató de meterla en la hamaca. «No puedo, no puedo -dijo Pilar Ternera horrorizada-.
           No te imaginas cómo quisiera complacerte, pero Dios es testigo que no puedo.» Arcadio la agarró
           por la cintura con su tremenda fuerza hereditaria, y sintió que el mundo se borraba al contacto de
           su  piel.  «No  te  hagas  la  santa -decía-.  Al  fin,  todo  el  mundo  sabe  que  eres  una puta.»  Pilar  se
           sobrepuso al asco que le inspiraba su miserable destino.
              -Los niños se van a dar cuenta -murmuró-. Es mejor que esta noche dejes la puerta sin tranca.
              Arcadio la esperó aquella noche tiritando de fiebre en la hamaca. Esperó sin dormir, oyendo los
           grillos alborotados de la madrugada sin término y el horario implacable de los alcaravanes, cada
           vez más convencido de que lo habían engañado.
              De pronto, cuando    la  ansiedad  se había descompuesto en    rabia, la  puerta  se abrió. Pocos
           meses después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de revivir los pasos perdidos en
           el salón de clases, los tropiezos contra los escaños, y por último la densidad de un cuerpo en las
           tinieblas del cuarto y los latidos del aire bombeado por un corazón que no era el suyo. Extendió la
           mano y encontró otra mano con dos sortijas en un mismo dedo, que estaba a punto de naufragar
           en  la  oscuridad.  Sintió  la  nervadura  de  sus  venas,  el pulso  de  su  infortunio,  y  sintió  la  palma
           húmeda con la    línea  de  la  vida tronchada en  la  base  del  pulgar  por  el  zarpazo  de  la  muerte.
           Entonces  comprendió   que  no  era esa la  mujer  que  esperaba,  porque  no  olía  a humo  sino  a
           brillantina  de  florecitas,  y  tenía  los  senos  inflados  y  ciegos  con  pezones  de  hombre,  y  el sexo
           pétreo y redondo como una nuez, y la ternura caótica de la inexperiencia exaltada. Era virgen y
           tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta
           pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio
           la había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca se había
           fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno.
           Pero desde aquel día se enroscó como un gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora
           de  la  siesta,  con el  consentimiento  de  sus  padres,  a quienes  Pilar  Ternera había pagado  la  otra
           mitad de  sus  ahorros.  Más  tarde,  cuando  las  tropas  del  gobierno  los  desalojaron del  local,  se
           amaban entre   las  latas  de  manteca y los  sacos  de  maíz  de  la  trastienda.  Por  la  época en  que
           Arcadio fue nombrado jefe civil y militar, tuvieron una hija.





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