Page 52 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                            VII




              En mayo terminó la guerra. Dos semanas antes de que el gobierno hiciera el anuncio oficial, en
           una proclama altisonante que prometía un despiadado castigo para los promotores de la rebelión,
           el  coronel  Aureliano  Buendía cayó  prisionero  cuando  estaba a punto   de  alcanzar  la  frontera
           occidental  disfrazado  de  hechicero  indígena.  De  los  veintiún hombres  que  lo  siguieron en  la
           guerra, catorce murieron   en  combate, seis  estaban  heridos, y sólo  uno  lo  acompañaba   en  el
           momento de la derrota final: el coronel Gerineldo Márquez. La noticia de la captura fue dada en
           Macondo con   un  bando extraordinario. «Está vivo -le informó Úrsula   a su  marido-.  Roguemos a
           Dios para que sus enemigos tengan clemencia.» Después de tres días de llanto, una tarde en que
           batía un dulce de leche en la cocina, oyó claramente la voz de su hijo muy cerca del oído. «Era
           Aureliano -gritó, corriendo hacia el castaño para darle la noticia al esposo-. No sé cómo ha sido el
           milagro, pero está vivo y vamos a verlo muy pronto.» Lo dio por hecho. Hizo lavar los pisos de la
           casa y cambiar la   posición  de  los muebles. Una semana   después, un   rumor sin  origen  que no
           sería respaldado por el bando, confirmó dramáticamente el presagio. El coronel Aureliano Buendía
           había sido condenado a muerte, y la sentencia sería ejecutada en Macondo, para escarmiento de
           la población. Un lunes, a las diez y veinte de la mañana, Amaranta estaba vistiendo a Aureliano
           José,  cuando  percibió  un tropel  remoto  y un toque  de  corneta,  un segundo  antes  de  que  Úrsula
           irrumpiera en el cuarto con un grito: «Ya lo traen.» La tropa pugnaba por someter a culatazos a
           la  muchedumbre   desbordada.  Úrsula  y Amaranta corrieron   hasta la  esquina,  abriéndose  paso  a
           empellones, y entonces lo vieron. Parecía un pordiosero. Tenía la ropa desgarrada, el cabello y la
           barba enmarañados, y estaba     descalzo. Caminaba   sin  sentir  el  polvo abrasante, con  las manos
           amarradas a la   espalda con  una  soga  que sostenía  en  la  cabeza  de  su  montura un  oficial  de  a
           caballo.  Junto  a él,  también astroso  y derrotado,  llevaban al  coronel  Gerineldo  Márquez.  No
           estaban tristes.  Parecían más  bien  turbados  por  la  muchedumbre  que  gritaba a la  tropa toda
           clase de improperios.
              -¡Hijo mío! -gritó Úrsula en medio de la algazara, y le dio un manotazo al soldado que trató de
           detenerla.  El caballo  del oficial se  encabritó.  Entonces  el coronel Aureliano  Buendía  se  detuvo,
           trémulo, esquivó los brazos de su madre y fijó en sus ojos una mirada dura.
              -Váyase a casa, mamá -dijo-. Pida permiso a las autoridades y venga a verme a la cárcel.
              Miró  a Amaranta,   que  permanecía   indecisa  a dos  pasos  detrás  de  Úrsula,  y le  sonrió  al
           preguntarle: «¿Qué   te  pasó  en  la  mano?»  Amaranta levantó  la  mano  con la  venda negra.  «Una
           quemadura»,   dijo,  y apartó  a Úrsula  para  que  no  la  atropellaran los  caballos.  La  tropa disparó.
           Una guardia especial rodeó a los prisioneros y los llevó al trote al cuartel.
              Al atardecer, Úrsula visitó en la cárcel al coronel Aureliano Buendía. Había tratado de conseguir
           el permiso a través de don Apolinar Moscote, pero éste había perdido toda autoridad frente a la
           omnipotencia de los militares. El padre Nicanor estaba postrado por una calentura hepática. Los
           padres  del  coronel  Gerineldo  Márquez,  que  no  estaba condenado  a muerte,  habían tratado  de
           verlo  y  fueron  rechazados  a  culatazos.  Ante  la  imposibilidad  de  conseguir  intermediarios,
           convencida de que su hijo sería fusilado al amanecer, Úrsula hizo un envoltorio con las cosas que
           quería llevarle y fue sola al cuartel.
              -Soy  la  madre  del  coronel  Aureliano  Buendía -se  anunció.  Los  centinelas  le  cerraron el  paso.
           «De todos modos voy a entrar -les advirtió Úrsula-. De manera que si tienen orden de disparar,
           empiecen de una vez.» Apartó a uno de un empellón y entró a la antigua sala de clases, donde un
           grupo  de  soldados   desnudos   engrasaban sus armas, Un oficial      en  uniforme  de  campaña,
           sonrosado, con  lentes de  cristales muy gruesos y ademanes ceremoniosos, hizo     a los centinelas
           una señal para que se retiraran.
              -Soy la madre del coronel Aureliano Buendía -repitió Úrsula.
              -Usted  querrá  decir  -corrigió  el oficial con  una  sonrisa  amable-  que  es  la  señora  madre  del
           señor Aureliano Buendía.






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