Page 49 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              Los únicos parientes que se enteraron,    fueron  José Arcadio y Rebeca, con    quienes Arcadio
           mantenía   entonces relaciones íntimas, fundadas    no  tanto en  el  parentesco como  en  la  com-
           plicidad. José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo matrimonial. El carácter firme de Rebeca,
           la voracidad de su vientre, su tenaz ambición, absorbieron la descomunal energía del marido, que
           de holgazán y mujeriego se convirtió en un enorme animal de trabajo. Tenían una casa limpia y
           ordenada. Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de las tumbas entraba por las
           ventanas  y salía  por  las  puertas  del  patio,  y dejaba las  paredes  blanqueadas  y los  muebles
           curtidos por el  salitre de  los muertos. El  hambre de  tierra, el  doc doc de  los huesos de  sus
           padres,  la  impaciencia de  su  sangre  frente  a la  pasividad de  Pietro  Crespi,  estaban relegados  al
           desván de la memoria. Todo el día bordaba junto a la ventana, ajena a la zozobra de la guerra,
           hasta que los potes de cerámica empezaban a vibrar en el aparador y ella se levantaba a calentar
           la  comida, mucho antes de   que aparecieran  los escuálidos perros rastreadores y luego el  coloso
           de polainas y espuelas y con escopeta de dos cañones, que a veces llevaba un venado al hombro
           y casi siempre un sartal de conejos o de patos silvestres. Una tarde, al principio de su gobierno,
           Arcadio  fue  a visitarlos  de  un modo  intempestivo.  No  lo  veían desde  que  abandonaron la  casa,
           pero se mostró tan cariñoso y familiar que lo invitaron a compartir el guisado.
              Sólo cuando tomaban el café reveló Arcadio el motivo de su visita: había recibido una denuncia
           contra José Arcadio. Se decía que empezó arando su patio y había seguido derecho por las tierras
           contiguas, derribando cercas y arrasando ranchos con sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza
           de  los mejores predios del  contorno. A  los campesinos que no    había despojado, porque    no  le
           interesaban sus tierras, les impuso una contribución que cobraba cada sábado con los perros de
           presa y la escopeta de dos cañones. No lo negó. Fundaba su derecho en que las tierras usurpadas
           habían sido distribuidas por José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y creía posible
           demostrar que su padre estaba loco desde entonces, puesto que dispuso de un patrimonio que en
           realidad pertenecía a la familia. Era un alegato innecesario, porque Arcadio no había ido a hacer
           justicia. Ofreció simplemente crear una oficina de registro de la propiedad para que José Arcadio
           legalizara los títulos de la tierra usurpada, con la condición de que delegara en el gobierno local el
           derecho de  cobrar las contribuciones. Se  pusieron  de  acuerdo. Años después, cuando   el  coronel
           Aureliano Buendía examinó los títulos de propiedad, encontró que estaban registradas a nombre
           de su hermano todas las tierras que se divisaban desde la colina de su patio hasta el horizonte,
           inclusive el  cementerio, y que en  los once meses de  su  mandato Arcadio había cargado no    sólo
           con el dinero de las contribuciones, sino también con el que cobraba al pueblo por el derecho de
           enterrar a los muertos en predios de José Arcadio.
              Úrsula  tardó  varios  meses  en  saber  lo  que  ya era del  dominio  público,  porque  la  gente  se  lo
           ocultaba para no aumentarle el sufrimiento. Empezó por sospecharlo. «Arcadio está construyendo
           una casa -le confió con fingido orgullo a su marido, mientras trataba de meterle en la boca una
           cucharada de jarabe de totumo. Sin embargo, suspiró involuntariamente: No sé por qué todo esto
           me huele mal.» Más tarde, cuando se enteró de que Arcadio no sólo había terminado la casa sino
           que se había encargado un mobiliario vienés, confirmó la sospecha de que estaba disponiendo de
           los  fondos  públicos.  «Eres  la  vergüenza  de  nuestro  apellido»,  le  gritó  un  domingo  después  de
           misa, cuando   lo  vio en  la  casa nueva jugando barajas con   sus oficiales. Arcadio no  le  prestó
           atención.  Sólo  entonces  supo  Úrsula  que  tenía una hija de  seis  meses,  y que  Santa Sofía de  la
           Piedad, con   quien  vivía sin  casarse, estaba  otra vez  encinta. Resolvió  escribirle  al  coronel
           Aureliano  Buendía,  en  cualquier lugar en  que se encontrara, para  ponerlo al  corriente  de  la  si-
           tuación.  Pero  los  acontecimientos  que  se  precipitaron  por  aquellos  días  no  sólo  impidieron  sus
           propósitos,  sino  que  la  hicieron  arrepentirse  de  haberlos  concebido.  La  guerra,  que  hasta en-
           tonces  no  había sido  más  que  una palabra para  designar  una circunstancia  vaga y remota,  se
           concretó  en  una realidad dramática. A fines de  febrero  llegó  a Macondo  una anciana de  aspecto
           ceniciento, montada en un burro cargado de escobas. Parecía tan inofensiva, que las patrullas de
           vigilancia  la  dejaron pasar  sin preguntas,  como  uno  más  de  los  vendedores  que  a menudo
           llegaban de los pueblos de la ciénaga. Fue directamente al cuartel. Arcadio la recibió en el local
           donde  antes  estuvo  el  salón de  clases,  y que  entonces  estaba transformado  en  una especie  de
           campamento    de  retaguardia,  con hamacas    enrolladas  y colgadas   en  las  argollas  y petates
           amontonados en los rincones, y fusiles y carabinas y hasta escopetas de cacería dispersos por el
           suelo. La anciana se cuadró en un saludo militar antes de identificarse:
              -Soy el coronel Gregorio Stevenson.





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