Page 54 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           nada. Eran inútiles sus esfuerzos por sistematizar los presagios. Se presentaban d pronto, en una
           ráfaga  de  lucidez  sobrenatural, como  una  convicción  absoluta  y momentánea, pero inasible. En
           ocasione  eran  tan  naturales, que no  las identificaba  como  presagios sin  cuando  se cumplían.
           Otras veces eran terminantes y no se cumplían. Con frecuencia no eran más que golpes vulgares
           de  superstición.  Pero  cuando  lo  condenaron  a muerte  y le  pidieron  expresar  su  última voluntad,
           no tuvo la menor dificultad par identificar el presagio que le inspiró la respuesta:
              -Pido que la sentencia se cumpla en Macondo -dijo. El presidente del tribunal se disgustó.
              -No sea vivo, Buendía -le dijo-. Es una estratagema par ganar tiempo.
              -Si no la cumplen, allá ustedes -dijo el coronel-, pero esa es mi última voluntad.
              Desde entonces lo habían abandonado los presagios. El día en que Úrsula lo visitó en la cárcel,
           después de mucho pensar, llegó a la conclusión de que quizá la muerte no se anunciaría aquella
           vez,  porque  no  dependía  del  azar  sino  de  la  voluntad de  sus  verdugos.  Pasó  la  noche  en  vela
           atormentado   por  el  dolor  de  los  golondrinos.  Poco  antes  del  alba oyó  pasos  en  el  corredor.  «Ya
           vienen»,  se  dijo,  y pensó  sin motivo  en  José  Arcadio  Buendía,  que  en  aquel  momento  estaba
           pensando   en  él,  bajo  la  madrugada lúgubre  del  castaño.  No  sintió  miedo,  ni  nostalgia,  sino  una
           rabia intestinal ante la idea de que aquella muerte artificiosa no le permitiría conocer el final de
           tantas  cosas  que  dejaba sin terminar.  La  puerta se  abrió  y entró  el  centinela con un tazón de
           café. Al día siguiente a la misma hora todavía estaba como entonces, rabiando con el dolor de las
           axilas, y ocurrió exactamente lo mismo. El jueves compartió el dulce de leche con los centinelas y
           se puso la ropa limpia, que le quedaba estrecha, y los botines de charol. Todavía el viernes no lo
           habían fusilado.
              En  realidad, no  se  atrevían a ejecutar  la  sentencia. La rebeldía  del  pueblo  hizo  pensar  a los
           militares que el fusilamiento del coronel Aureliano Buendía tendría graves consecuencias políticas
           no sólo en Macondo sino en todo el ámbito de la ciénaga, así que consultaron a las autoridades de
           la  capital  provincial.  La  noche  del  sábado,  mientras  esperaban la  respuesta,  el  capitán Roque
           Carnicero  fue  con  otros  oficiales  a  la  tienda  de  Catarino.  Sólo  una  mujer,  casi presionada  con
           amenazas, se atrevió a llevarlo al cuarto. «No se quieren acostar con un hombre que saben que
           se va a morir -le confesó ella-. Nadie sabe cómo será, pero todo el mundo anda diciendo que el
           oficial que  fusile  al coronel Aureliano  Buendía,  y  todos  los  soldados  del pelotón,  uno  por  uno,
           serán asesinados sin remedio, tarde o temprano, así se escondan en el fin del mundo.» El capitán
           Roque Carnicero lo comentó con los otros oficiales, y éstos lo comentaron con sus superiores. El
           domingo,   aunque   nadie  lo  había  revelado  con  franqueza,  aunque  ningún  acto  militar  había
           turbado la calma tensa de aquellos días, todo el pueblo sabía que los oficiales estaban dispuestos
           a eludir con toda clase de pretextos la responsabilidad de la ejecución. En el correo del lunes llegó
           la orden oficial: la ejecución debía cumplirse en el término de veinticuatro horas. Esa noche los
           oficiales metieron  en  una  gorra siete papeletas con  sus nombres, y el   inclemente  destino del
           capitán Roque Carnicero lo señaló con la papeleta premiada. «La mala suerte no tiene resquicios -
           dijo  él  con profunda amargura-.  Nací  hijo  de  puta y muero  hijo  de  puta.»  A las  cinco  de  la
           mañana eligió el pelotón por sorteo, lo formó en el patio, y despertó al condenado con una frase
           premonitoria:
              -Vamos Buendía -le dijo-. Nos llegó la hora.
              -Así  que era  esto  -replicó el  coronel-. Estaba  soñando que se me     habían  reventado los
           golondrinos.
              Rebeca Buendía se levantaba a las tres de la madrugada desde que supo que Aureliano sería
           fusilado. Se quedaba en el dormitorio a oscuras, vigilando por la ventana entreabierta el muro del
           cementerio, mientras   la  cama  en  que estaba  sentada  se estremecía  con  los ronquidos de  José
           Arcadio. Esperó toda semana con la misma obstinación recóndita con que en otra época esperaba
           las  cartas  de  Pietro  Crespi.  «No  lo  fusilarán  aquí»  -le decía José Arcadio-. Lo fusilarán  a media
           noche  en  cuartel  para  que  nadie  sepa quién formó  el  pelotón,  y lo  enterrarán allá  mismo.»
           Rebeca siguió esperando. «Son tan brutos que lo fusilarán aquí» -decía-. Tan segura estaba, que
           había previsto la forma en que abriría la puerta para decirle adiós con la mano. «No lo van a traer
           por la  calle  -insistía José Arcadio-, con  sólo  seis  soldados asustados, sabiendo  que gente está
           dispuesta a todo.» Indiferente a la lógica de su marido, Rebeca continuaba en la ventana.
              -Ya verás que son así de brutos -decía-.
              El  martes a las cinco de  la  mañana  José Arcadio había tomado   el  café y soltado los perros,
           cuando Rebeca cerró la ventana se agarró de la cabecera de la cama para no caer. «Ahí lo trae -
           suspiró-. Qué hermoso está.» José Arcadio se asomó a la ventana, y lo vio, trémulo en la claridad



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