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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
VI
El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió
todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno
tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a
catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una
carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden del
Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas
revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por
el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le
ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en
su taller de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus hombres, la única herida que recibió
se la produjo él mismo después de firmar la capitulación de Neerlandia que puso término a casi
veinte años de guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le salió por
la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su
nombre en Macondo. Sin embargo, según declaró pocos años antes de morir de viejo, ni siquiera
eso esperaba la madrugada en que se fue con sus veintiún hombres a reunirse con las fuerzas del
general Victorio Medina.
-Ahí te dejamos a Macondo -fue todo cuanto le dijo a Arcadio antes de irse-. Te lo dejamos
bien, procura que lo encontremos mejor.
Arcadio le dio una interpretación muy personal a la recomendación. Se inventó un uniforme
con galones y charreteras de mariscal, inspirado en las láminas de un libro de Melquíades, y se
colgó al cinto el sable con borlas doradas del capitán fusilado. Emplazó las dos piezas de artillería
a la entrada del pueblo, uniformó a sus antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas
incendiarias, y los dejó vagar armados por las calles para dar a los forasteros una impresión de
invulnerabilidad. Fue un truco de doble filo, porque el gobierno no se atrevió a atacar la plaza
durante diez meses, pero cuando lo hizo descargó contra ella una fuerza tan desproporcionada
que liquidó la resistencia en media hora. Desde el primer día de su mandato Arcadio reveló su
afición por los bandos. Leyó hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la
cabeza. Implantó el servicio militar obligatorio desde los dieciocho años, declaró de utilidad
pública los animales que transitaban por las calles después de las seis de la tarde e impuso a los
hombres mayores de edad la obligación de usar un brazal rojo. Recluyó al padre Nicanor en la
casa cural, bajo amenaza de fusilamiento, y le prohibió decir misa y tocar las campanas como no
fuera para celebrar las victorias liberales. Para que nadie pusiera en duda la severidad de sus
propósitos, mandó que un pelotón de fusilamiento se entrenara en la plaza pública disparando
contra un espantapájaros. Al principio nadie lo tomó en serio. Eran, al fin de cuentas, los
muchachos de la escuela jugando a gente mayor. Pero una noche, al entrar Arcadio en la tienda
de Catarino, el trompetista de la banda lo saludó con un toque de fanfarria que provocó las risas
de la clientela, y Arcadio lo hizo fusilar por irrespeto a la autoridad. A quienes protestaron, los
puso a pan y agua con los tobillos en un cepo que instaló en un cuarto de la escuela. «¡Eres un
asesino! -le gritaba Úrsula cada vez que se enteraba de alguna nueva arbitrariedad-. Cuando
Aureliano lo sepa te va a fusilar a ti y yo seré la primera en alegrarme.» Pero todo fue inútil.
Arcadio siguió apretando los torniquetes de un rigor innecesario, hasta convertirse en el más
cruel de los gobernantes que hubo nunca en Macondo. «Ahora sufran la diferencia -dijo don
Apolinar Moscote en cierta ocasión-. Esto es el paraíso liberal.» Arcadio lo supo. Al frente de una
patrulla asaltó la casa, destrozó los muebles, vapuleó a las hijas y se llevó a rastras a don
Apolinar Moscote. Cuando Úrsula irrumpió en el patio del cuartel, después de haber atravesado el
pueblo clamando de vergüenza y blandiendo de rabia un rebenque alquitranado, el propio Arcadio
se disponía a dar la orden de fuego al pelotón de fusilamiento.
-¡Atrévete, bastardo! -gritó Úrsula.
Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le descargó el primer vergajazo. «Atrévete,
asesino -gritaba-. Y mátame también a mí, hijo de mala madre. Así no tendré ojos para llorar la
vergüenza de haber criado un fenómeno.» Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el fondo
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