Page 47 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
abasto para atender la escuela de música. Gracias a él, la calle de los Turcos, con su des-
lumbrante exposición de chucherías, se transformó en un remanso melódico para olvidar las
arbitrariedades de Arcadio y la pesadilla remota de la guerra. Cuando Úrsula dispuso la rea-
nudación de la misa dominical, Pietro Crespi le regaló al templo un armonio alemán, organizó un
coro infantil y preparó un repertorio gregoriano que puso una nota espléndida en el ritual
taciturno del padre Nicanor. Nadie ponía en duda que haría Amaranta una esposa feliz. Sin
apresurar los sentimientos, dejándose arrastrar por la fluidez natural del corazón, llegaron a un
punto en que sólo hacia falta fijar la fecha de la boda. No encontrarían obstáculos. Úrsula se
acusaba íntimamente de haber torcido con aplazamientos reiterados el destino de Rebeca, y no
estaba dispuesta a acumular remordimientos. El rigor del luto por la muerte de Remedios había
sido relegado a un lugar secundario por la mortificación de la guerra, la ausencia de Aureliano, la
brutalidad de Arcadio y la expulsión de José Arcadio y Rebeca. Ante la inminencia de la boda, el
propio Pietro Crespi había insinuado que Aureliano José, en quien fomentó un cariño casi
paternal, fuera considerado como su hijo mayor. Todo hacía pensar que Amaranta se orientaba
hacia una felicidad sin tropiezos. Pero al contrario de Rebeca, ella no revelaba la menor ansiedad.
Con la misma paciencia con que abigarraba manteles y tejía primores de pasamanería y bordaba
pavorreales en punto de cruz, esperó a que Pietro Crespi no soportara más las urgencias del
corazón. Su hora llegó con las lluvias aciagas de octubre. Pietro Crespi le quitó del regazo la
canastilla de bordar y le apretó la mano entre las suyas. «No soporto más esta espera -le dijo-.
Nos casamos el mes entrante.» Amaranta no tembló al contacto de sus manos de hielo. Retiró la
suya, como un animalito escurridizo, y volvió a su labor.
-No seas ingenuo, Crespi -sonrió-, ni muerta me casaré contigo.
Pietro Crespi perdió el dominio de sí mismo. Lloró sin pudor, casi rompiéndose los dedos de
desesperación, pero no logró quebrantarla. «No pierdas el tiempo -fue todo cuanto dijo
Amaranta-. Si en verdad me quieres tanto, no vuelvas a pisar esta casa.» Úrsula creyó
enloquecer de vergüenza. Pietro Crespi agotó los recursos de la súplica. Llegó a increíbles
extremos de humillación. Lloró toda una tarde en el regazo de Úrsula, que hubiera vendido el
alma por consolarlo. En noches de lluvia se le vio merodear por la casa con un paraguas de seda,
tratando de sorprender una luz en el dormitorio de Amaranta. Nunca estuvo mejor vestido que en
esa época. Su augusta cabeza de emperador atormentado adquirió un extraño aire de grandeza.
Importunó a las amigas de Amaranta, las que iban a bordar en el corredor, para que trataran de
persuadirla. Descuidó los negocios. Pasaba el día en la trastienda, escribiendo esquelas
desatinadas, que hacía llegar a Amaranta con membranas de pétalos y mariposas disecadas, y
que ella devolvía sin abrir. Se encerraba horas y horas a tocar la cítara. Una noche cantó.
Macondo despertó en una especie de estupor, angelizado por una cítara que no merecía ser de
este mundo y una voz como no podía concebirse que hubiera otra en la tierra con tanto amor.
Pietro Crespi vio entonces la luz en todas las ventanas del pueblo, menos en la de Amaranta. El
dos de noviembre, día de todos los muertos, su hermano abrió el almacén y encontró todas las
lámparas encendidas y todas las cajas musicales destapadas y todos los relojes trabados en una
hora interminable, y en medio de aquel concierto disparatado encontró a Pietro Crespi en el
escritorio de la trastienda, con las muñecas cortadas a navaja y las dos manos metidas en una
palangana de benjuí.
Úrsula dispuso que se le velara en la casa. ~ padre Nicanor se oponía a los oficios religiosos y
a la sepultura en tierra sagrada. Úrsula se le enfrentó. «De algún modo que ni usted ni yo
podemos entender, ese hombre era un santo -dijo-. Así que lo voy a enterrar, contra su voluntad,
junto a la tumba de Melquíades.» Lo hizo, con el respaldo de todo el pueblo, en funerales
magníficos. Amaranta no abandonó el dormitorio. Oyó desde su cama el llanto de Úrsula, los
pasos y murmullos de la multitud que invadió la casa, los aullidos de las plañideras, y luego un
hondo silencio oloroso a flores pisoteadas. Durante mucho tiempo siguió sintiendo el hálito de
lavanda de Pietro Crespi al atardecer, pero tuvo fuerzas para no sucumbir al delirio. Úrsula la
abandonó. Ni siquiera levantó los ojos para apiadarse de ella, la tarde en que Amaranta entró en
la cocina y puso la mano en las brasas del fogón, hasta que le dolió tanto que no sintió más dolor,
sino la pestilencia de su propia carne chamuscada. Fue una cura de burro para el remordimiento.
Durante varios días anduvo por la casa con la mano metida en un tazón con claras de huevo, y
cuando sanaron las quema duras pareció como si las claras de huevo hubieran cicatrizado
también las úlceras de su corazón. La única huella ex-terna que le dejó la tragedia fue la venda
de gasa negra que se puso en la mano quemada, y que había de llevar hasta la muerte.
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