Page 43 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              -Usted  no  es liberal  ni  es nada  -le dijo  Aureliano  sin  alterarse-. Usted  no  es más que un
           matarife.
              -En ese caso -replicó el doctor con igual calma- devuélveme el frasquito. Ya no te hace falta.
              Sólo seis meses después supo Aureliano que el doctor lo había desahuciado como hombre de
           acción, por ser un   sentimental  sin  porvenir, con  un  carácter pasivo y una  definida  vocación
           solitaria. Trataron de cercarlo temiendo que denunciara la conspiración. Aureliano los tranquilizó:
           no diría una palabra, pero la noche en que fueran a asesinar a la familia Moscote lo encontrarían
           a él  defendiendo  la  puerta.  Demostró  una decisión  tan convincente,  que  el  plan se  aplazó  para
           una fecha indefinida.  Fue  por  esos  días  que  Úrsula  consultó  su  opinión sobre  el  matrimonio  de
           Pietro Crespi  y Amaranta,  y él  contestó  que las tiempos no  estaban  para  pensar  en  eso. Desde
           hacía una semana llevaba bajo la camisa una pistola arcaica. Vigilaba a sus amigos. Iba par las
           tardes a tomar el café con José Arcadio y Rebeca, que empezaban a ordenar su casa, y desde las
           siete jugaba dominó con el suegro. A la hora del almuerzo conversaba con Arcadio, que era ya un
           adolescente monumental, y lo encontraba cada vez más exaltado can la inminencia de la guerra.
           En la escuela, donde Arcadio tenía alumnos mayores que él revueltos can niños que apenas em-
           pezaban a hablar,   había prendido  la  fiebre  liberal.  Se  hablaba de  fusilar  al  padre  Nicanor,  de
           convertir  el  templo  en  escuela,  de  implantar  el  amor  libre.  Aureliano  procuró  atemperar  sus
           ímpetus. Le recomendó discreción y prudencia. Sordo a su razonamiento sereno, a su sentido de
           la realidad, Arcadio le reprochó en público su debilidad de carácter, Aureliano esperó. Par fin, a
           principios de diciembre, Úrsula irrumpió trastornada en el taller.
              -¡Estalló la guerra!
              En efecto, había estallado desde hacía tres meses. La ley marcial imperaba en todo el país. El
           único  que  la  supo  a tiempo  fue  don Apolinar  Moscote,  pero  no  le  dio  la  noticia ni  a su  mujer,
           mientras llegaba el pelotón del ejército que había de ocupar el pueblo por sorpresa. Entraron sin
           ruido antes del amanecer, can das piezas de artillería ligera tiradas por mulas, y establecieron el
           cuartel en la escuela. Se impuso el toque de queda a las seis de la tarde. Se hizo una requisa más
           drástica que la anterior, casa por casa, y esta vez se llevaron hasta las herramientas de labranza.
           Sacaron a rastras al doctor Noguera, la amarraron a un árbol de la plaza y la fusilaron sin fórmula
           de  juicio.  El padre  Nicanor  trató  de  impresionar  a  las  autoridades  militares  can  el milagro  de  la
           levitación, y un soldado lo descalabró de un culatazo. La exaltación liberal se apagó en un terror
           silencioso. Aureliano, pálido, hermético, siguió jugando dominó con su suegro. Comprendió que a
           pesar de su título actual de jefe civil y militar de la plaza, don Apolinar Moscote era otra vez una
           autoridad decorativa. Las decisiones las tomaba un capitán del ejército que todas las mañanas re-
           caudaba   una  manlieva  extraordinaria  para  la  defensa  del orden  público.  Cuatro  soldados  al
           mando suyo arrebataron a su familia una mujer que había sido mordida por un perro rabioso y la
           mataron a culatazos en plena calle. Un domingo, dos semanas después de la ocupación, Aureliano
           entró  en  la  casa  de  Gerineldo  Márquez y con su  parsimonia  habitual  pidió  un tazón de  café  sin
           azúcar. Cuando los dos quedaron solos en la cocina, Aureliano imprimió a su voz una autoridad
           que  nunca se   le  había conocido.  «Prepara  los  muchachos   -dijo-.  Nos  vamos  a la  guerra.»
           Gerineldo Márquez no lo creyó.
              -¿Con qué armas? -preguntó.
              -Con las de ellos -contestó Aureliano.
              El martes a medianoche, en una operación descabellada, veintiún hombres menores de treinta
           años al mando de Aureliano Buendía, armados con cuchillos de mesa y hierros afilados, tomaron
           por sorpresa la  guarnición, se apoderaron   de  las armas y fusilaron  en  el  patio al  capitán  y los
           cuatro soldados que habían asesinado a la mujer.
              Esa misma noche, mientras se escuchaban las descargas del pelotón de fusilamiento, Arcadio
           fue  nombrado  jefe  civil y  militar  de  la  plaza.  Los  rebeldes  casados  apenas  tuvieron  tiempo  de
           despedirse de   sus esposas, a quienes abandonaron        a sus propios recursos. Se     fueron  al
           amanecer,  aclamados   por  la  población liberada del  terror,  para  unirse  a las  fuerzas  del  general
           revolucionario Victorio Medina, que según las últimas noticias andaba por el rumbo de Manaure.
           Antes de irse, Aureliano sacó a don Apolinar Moscote de un armario. «Usted se queda tranquilo,
           suegro -le dijo-. El nuevo gobierno garantiza, bajo palabra de honor, su seguridad personal y la
           de su familia.» Don Apolinar Moscote tuvo dificultades para identificar aquel conspirador de botas
           altas y fusil terciado a la espalda con quien había jugado dominó hasta las nueve de la noche.
              -Esto es un disparate, Aurelito -exclamó.





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