Page 29 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           con  la  misma letra metódica, la  misma tinta verde y la    misma disposición   preciosista de  las
           palabras con que estaban escritas las instrucciones de manejo de la pianola, y dobló la carta con
           la  punta de  los dedos y se la   escondió  en  el  corpiño mirando a Amparo Moscote       con  una
           expresión de gratitud sin término ni condiciones y una callada promesa de complicidad hasta la
           muerte.
              La  repentina amistad de    Amparo   Moscote  y Rebeca   Buendía despertó    las  esperanzas  de
           Aureliano. El recuerdo de la pequeña Remedios no había dejado de torturaría, pero no encontraba
           la  ocasión de  verla.  Cuando  paseaba por  el  pueblo  con sus  amigos  más  próximos,  Magnífico
           Visbal y Gerineldo Márquez -hijos de los fundadores de iguales nombres-, la buscaba con mirada
           ansiosa en  el  taller  de  costura y sólo  veía  a las hermanas mayores. La presencia de  Amparo
           Moscote en la casa fue como una premonición. «Tiene que venir con ella -se decía Aureliano en
           voz baja-. Tiene que venir.» Tantas veces se lo repitió, y con tanta convicción, que una tarde en
           que armaba en el taller un pescadito de oro, tuvo la certidumbre de que ella había respondido a
           su llamado. Poco después, en efecto, oyó la vocecita infantil, y al levantar la vista con el corazón
           helado de pavor, vio a la niña en la puerta con vestido de organdí rosado y botitas blancas.
              -Ahí no entres, Remedios -dijo Amparo Moscote en el corredor-. Están trabajando.
              Pero  Aureliano  no  le  dio  tiempo  de  atender.  Levantó  el  pescadito  dorado  prendido  de  una
           cadenita que le salía por la boca, y le dijo:
              -Entra.
              Remedios   se  aproximó  e  hizo  sobre  el  pescadito  algunas  preguntas,  que  Aureliano  no  pudo
           contestar  porque  se  lo  impedía un asma repentina.  Quería  quedarse  para  siempre,  junto  a ese
           cutis de lirio, junto a esos ojos de esmeralda, muy cerca de esa voz que a cada pregunta le decía
           señor con  el  mismo respeto con   que se lo  decía a su  padre. Melquíades estaba    en  el  rincón,
           sentado al escritorio, garabateando signos indescifrables. Aureliano lo odió. No pudo hacer nada,
           salvo  decirle  a Remedios  que  le  iba a regalar  el  pescadito,  y la  niña se  asustó  tanto  con el
           ofrecimiento  que  abandonó   a toda prisa el  taller.  Aquella  tarde  perdió  Aureliano  la  recóndita
           paciencia con que   había esperado   la  ocasión de  verla,  Descuidó  el  trabajo.  La  llamó  muchas
           veces, en desesperados esfuerzos de concentración, pero Remedios no respondió. La buscó en el
           taller  de  sus  hermanas,  en  los  visillos  de  su  casa,  en  la  oficina  de  su  padre,  pero  solamente  la
           encontró  en  la  imagen  que  saturaba su  propia  y terrible  soledad.  Pasaba horas  enteras  con
           Rebeca en la sala de visita escuchando los valses de la pianola. Ella los escuchaba porque era la
           música con   que Pietro Crespi  la  había enseñado  a bailar. Aureliano  los escuchaba simplemente
           porque todo, hasta la música, le recordaba a Remedios.
              La  casa  se  llenó  de  amor.  Aureliano  lo  expresó  en  versos  que  no  tenían principio  ni  fin.  Los
           escribía  en  los  ásperos  pergaminos  que  le  regalaba  Melquíades,  en  las  paredes  del baño,  en  la
           piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de
           las  dos  de  la  tarde,  Remedios  8n la  callada respiración de  las  rosas,  Remedios  en  la  clepsidra
           secreta  de  las  polillas,  Remedios  en  el vapor  del pan  al amanecer,  Remedios  en  todas  partes  y
           Remedios   para  siempre.  Rebeca  esperaba el  amor  a las  cuatro  de  la  tarde  bordando  junto  a la
           ventana.  Sabía que  la  mula  del  correo  no  llegaba sino  cada quince  días,  pero  ella  la  esperaba
           siempre,  convencida de   que  iba a llegar  un día cualquiera  por  equivocación.  Sucedió  todo  lo
           contrario:  una vez la  mula  no  llegó  en  la  fecha prevista.  Loca  de  desesperación,  Rebeca  se
           levantó a media noche y comió puñados de tierra en el jardín, con una avidez suicida, llorando de
           dolor y de furia, masticando lombrices tiernas y astillándose las muelas con huesos de caracoles.
           Vomitó hasta el amanecer. Se hundió en un estado de postración febril, perdió la conciencia, y su
           corazón  se  abrió  en  un  delirio  sin  pudor.  Úrsula,  escandalizada,  forzó  la  cerradura  del baúl,  y
           encontró en   el  fondo, atadas con  cintas color de  rosa, las dieciséis cartas perfumadas y los
           esqueletos de  hojas y pétalos conservados en    libros antiguos y las mariposas disecadas que al
           tocarlas se convirtieron en polvo.
              Aureliano  fue el  único capaz  de  comprender tanta desolación. Esa tarde, mientras Úrsula
           trataba de rescatar a Rebeca del manglar del delirio, él fue con Magnífico Visbal y Gerineldo Már-
           quez a la tienda de Catarino. El establecimiento había sido ensanchado con una galería de cuartos
           de  madera  donde vivían   mujeres solas olorosas  a  flores muertas. Un  conjunto de   acordeón  y
           tambores ejecutaba las canciones de     Francisco el  Hombre, que desde hacía varios años había
           desaparecido de Macondo. Los tres amigos bebieron guarapo fermentado. Magnífico y Gerineldo,
           contemporáneos de Aureliano, pero más diestros en las cosas del mundo, bebían metódicamente
           con las mujeres sentadas en las piernas. Una de ellas, marchita y con la dentadura orificada, le



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