Page 170 - Cien Años de Soledad
P. 170

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           de  soledad en  el  aturdimiento  de  las  parrandas,  y entonces  aprendieron que  las  obsesiones
           dominantes prevalecen contra la muerte, y volvieron a ser felices con la certidumbre de que ellos
           seguirían amándose con sus naturalezas de aparecidos, mucho después de que otras especies de
           animales futuros les arrebataran   a los insectos el  paraíso de  miseria que los insectos estaban
           acabando de arrebatarles a los hombres.
              Un domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto. La sonriente
           comadrona de    las  muchachitas  que  se  acostaban por   hambre   la  hizo  subir  en  la  mesa  del
           comedor, se le   acaballó  en  el  vientre, y la  maltrató  con  galopes cerriles hasta que sus gritos
           fueron  acallados  por  los  berridos  de  un varón formidable.  A través  de  las  lágrimas,  Amaranta
           Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con
           los  ojos  abiertos  y  clarividentes  de  los  Aurelianos,  y  predispuesto  para  empezar  la  estirpe  otra
           vez  por el  principio y purificarla de  sus vicios perniciosos y su  vocación  solitaria, porque  era el
           único en un siglo que había sido engendrado con amor.
              -Es todo un antropófago -dijo-. Se llamará Rodrigo.
              -No -la contradijo su marido-. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
              Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul
           que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Sólo cuando lo voltearon boca
           abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para
           examinarlo. Era una cola de cerdo.
              No  se  alarmaron.   Aureliano  y  Amaranta   Úrsula  no  conocían  el precedente   familiar,  ni
           recordaban las pavorosas admoniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de tranquilizarlos con la
           suposición de que aquella cola inútil podía cortarse cuando el niño mudara los dientes. Luego no
           tuvieron  ocasión de  volver  a pensar  en  eso,  porque  Amaranta Úrsula   se  desangraba en    un
           manantial incontenible.  Trataron  de  socorrerla  con  apósitos  de  telaraña  y  apelmazamientos  de
           ceniza, pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas, ella hacía
           esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado Aureliano, y le suplicaba
           que no se preocupara, que la gente como ella no estaba hecha para morirse contra la voluntad, y
           se  reventaba de   risa  con los  recursos  truculentos  de  la  comadrona.  Pero  a medida que   a
           Aureliano  lo  abandonaban   las esperanzas, ella   se iba haciendo    menos visible, como    si  la
           estuvieran borrando  de  la  luz,  hasta que  se  hundió  en  el  sopor.  Al  amanecer  del  lunes  llevaron
           una  mujer  que  rezó  junto  a  su  cama  oraciones  de  cauterio,  infalibles  en  hombres  y  animales,
           pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula era insensible a todo artificio distinto del amor. En
           la tarde, después de veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el
           caudal se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se le desvanecieron
           en una aurora de alabastro, y volvió a sonreír.
              Aureliano no comprendió hasta entonces cuánto quena a sus amigos, cuánta falta le hacían, y
           cuánto hubiera dado por estar con ellos en aquel momento. Puso al niño en la canastilla que su
           madre  le  había preparado,  le  tapó  la  cara  al  cadáver  con una manta,  y vagó  sin rumbo  por  el
           pueblo  desierto,  buscando  un desfiladero  de  regreso  al  pasado.  Llamó  a la  puerta de  la  botica,
           donde no había estado en los últimos tiempos, y lo que encontró fue un taller de carpintería. La
           anciana que   le  abrió  la  puerta con una lámpara en  la  mano  se  compadeció  de  su desvarío, e
           insistió en que no, que allí no había habido nunca una botica, ni había conocido jamás una mujer
           de cuello esbelto. y ojos adormecidos que se llamara Mercedes. Lloró con la frente apoyada en la
           puerta de  la  antigua librería del  sabio  catalán,  consciente  de  que  estaba pagando  los  llantos
           atrasados de una muerte que no quiso llorar a tiempo para no romper los hechizos del amor. Se
           rompió  los puños contra los muros de   argamasa de   El Niño de Oro, clamando por Pilar Ternera,
           indiferente a los luminosos discos anaranjados que cruzaban      por el  cielo, y que tantas veces
           había contemplado    con una fascinación    pueril,  en  noches  de  fiesta,  desde  el  patio  de  los
           alcaravanes.  En  el  último  salón abierto  del  desmantelado  barrio  de  tolerancia  un conjunto  de
           acordeones tocaba los cantos de Rafael Escalona, el sobrino del obispo, heredero de los secretos
           de  Francisco  el  Hombre.  El  cantinero,  que  tenía un brazo  seco  y como  achicharrado  por  haberlo
           levantado contra su madre, invitó a Aureliano a tomarse una botella de aguardiente, y Aureliano
           lo  invitó  a  otra.  El cantinero  le  habló  de  la  desgracia  de  su  brazo.  Aureliano  le  habló  de  la
           desgracia de  su  corazón, seco y como   achicharrado  por haberlo levantado contra su    hermana.
           Terminaron llorando juntos y Aureliano sintió por un momento que el dolor había terminado. Pero
           cuando volvió a quedar solo en la última madrugada de Macondo, se abrió de brazos en la mitad
           de la plaza, dispuesto a despertar al mundo entero, y gritó con toda su alma:



                                                            170
   165   166   167   168   169   170   171   172   173   174