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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
solamente la recuperación del aeroplano podía tardar dos años. Así que Amaranta Úrsula descartó
la posibilidad de un regreso inoportuno. Aureliano, por su parte, no tenía más contacto con el
mundo que las cartas del sabio catalán, y las noticias que recibía de Gabriel a través de
Mercedes, la boticaria silenciosa. Al principio eran contactos reales. Gabriel se había hecho
reembolsar el pasaje de regreso para quedarse en París, vendiendo los periódicos atrasados y las
botellas vacías que las camareras sacaban de un hotel lúgubre de la calle Dauphine. Aureliano
podía imaginarlo entonces con un suéter de cuello alto que sólo se quitaba cuando las terrazas de
Montparnasse se llenaban de enamorados primaverales, y durmiendo de día y escribiendo de
noche para confundir el hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidas donde había
de morir Rocamadour. Sin embargo, sus noticias se fueron haciendo poco a poco tan inciertas, y
tan esporádicas y melancólicas las cartas del sabio, que Aureliano se acostumbró a pensar en
ellos como Amaranta Úrsula pensaba en su marido, y ambos quedaron flotando en un universo
vacío, donde la única realidad cotidiana y eterna era el amor.
De pronto, como un estampido en aquel mundo de inconsciencia feliz, llegó la noticia del
regreso de Gastón. Aureliano y Amaranta Úrsula abrieron lo ojos, sondearon sus almas, se
miraron a la cara con la mano en el corazón, y comprendieron que estaban tan identificados que
preferían la muerte a la separación. Entonces ella le escribió al marido una carta de verdades
contradictorias, en la que le reiteraba su amor y sus ansias de volver a verlo, al mismo tiempo
que admitía como un designio fatal la imposibilidad de vivir sin Aureliano. Al contrario de lo que
ambos esperaban, Gastón les mandó una respuesta tranquila, casi paternal, con dos hojas
enteras consagradas a prevenirlos contra las veleidades de la pasión, y un párrafo final con votos
inequívocos por que fueran tan felices como él lo fue en su breve experiencia conyugal. Era una
actitud tan imprevista, que Amaranta Úrsula se sintió humillada con la idea de haber
proporcionado al marido el pretexto que él deseaba para abandonarla a su suerte. El rencor se le
agravó seis meses después, cuando Gastón volvió a escribirle desde Leopoldville, donde por fin
había recibido el aeroplano, sólo para pedir que le mandaran el velocípedo, que de todo lo que
había dejado en Macondo era lo único que tenía para él un valor sentimental. Aureliano sobrellevó
con paciencia el despecho de Amaranta Úrsula, se esforzó por demostrarle que podía ser tan
buen marido en la bonanza como en la adversidad, y las urgencias cotidianas que los asediaban
cuando se les acabaron los últimos dineros de Gastón crearon entre ellos un vínculo de
solidaridad que no era tan deslumbrante y capitoso como la pasión, pero que les sirvió para
amarse tanto y ser tan felices como en los tiempos alborotados de la salacidad. Cuando murió
Pilar Ternera estaban esperando un hijo.
En el sopor del embarazo, Amaranta Úrsula trató de establecer una industria de collares de
vértebras de pescados. Pero a excepción de Mercedes, que le compró una docena, no encontró a
quién vendérselos. Aureliano tuvo conciencia por primera vez de que su don de lenguas, su
sabiduría enciclopédica, su rara facultad de recordar sin conocerlos los pormenores de hechos y
lugares remotos, eran tan inútiles como el cofre de pedrería legítima de su mujer, que entonces
debía valer tanto como todo el dinero de que hubieran podido disponer, juntos, los últimos
habitantes de Macondo. Sobrevivían de milagro. Aunque Amaranta Úrsula no perdía el buen
humor, ni su ingenio para las travesuras eróticas, adquirió la costumbre de sentarse en el
corredor después del almuerzo, en una especie de siesta insomne y pensativa. Aureliano la
acompañaba. A veces permanecían en silencio hasta el anochecer, el uno frente a la otra,
mirándose a los ojos, amándose en el sosiego con tanto amor como antes se amaron en el
escándalo. La incertidumbre del futuro les hizo volver el corazón hacia el pasado. Se vieron a sí
mismos en el paraíso perdido del diluvio, chapaleando en los pantanos del patio, matando
lagartijas para colgárselas a Úrsula, jugando a enterrarla viva, y aquellas evocaciones les
revelaron la verdad de que habían sido felices juntos desde que tenían memoria. Profundizando
en el pasado, Amaranta Úrsula recordó la tarde en que entró al taller de platería y su madre le
contó que el pequeño Aureliano no era hijo de nadie porque había sido encontrado flotando en
una canastilla. Aunque la versión les pareció inverosímil, carecían de información para sustituirla
por la verdadera. De lo único que estaban seguros, después de examinar todas las posibilidades,
era de que Fernanda no fue la madre de Aureliano. Amaranta Úrsula se inclinó a creer que era
hijo de Petra Cotes, de quien sólo recordaba fábulas de infamia, y aquella suposición les produjo
en el alma una torcedura de horror.
Atormentado por la certidumbre de que era hermano de su mujer, Aureliano se dio una
escapada a la casa cural para buscar en los archivos rezumantes y apolillados alguna pista cierta
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