Page 169 - Cien Años de Soledad
P. 169

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           de  su  filiación.  La  partida  de  bautismo  más  antigua  que  encontró  fue  la  de  Amaranta  Buendía,
           bautizada en   la  adolescencia  por  el  padre  Nicanor  Reyna,  por  la  época en  que  éste  andaba
           tratando de probar la existencia de Dios mediante artificios de chocolate. Llegó a ilusionarse con
           la  posibilidad  de  ser  uno  de  los  diecisiete  Aurelianos,  cuyas  partidas  de  nacimiento  rastreó  a
           través  de  cuatro  tomos,  pero  las  fechas  de  bautismo  eran demasiado  remotas  para  su  edad.
           Viéndolo extraviado en laberintos de sangre, trémulo de incertidumbre, el párroco artrítico que lo
           observaba desde la hamaca le preguntó compasivamente cuál era su nombre.
              -Aureliano Buendía -dijo él.
              -Entonces no  te  mates buscando -exclamó    el  párroco con  una  convicción  terminante-.  Hace
           muchos   años  hubo  aquí  una calle  que  se  llamaba así,  y  por  esos  entonces  la  gente  tenía la
           costumbre de ponerles a los hijos los nombres de las calles.
              Aureliano tembló de rabia.
              -¡Ah! -dijo-, entonces usted tampoco cree.
              -¿En qué?
              -Que  el  coronel  Aureliano  Buendía hizo  treinta y dos  guerras  civiles  y las  perdió  todas  -
           contestó Aureliano-. Que el ejército acorraló y ametralló a tres mil trabajadores, y que se llevaron
           los cadáveres para echarlos al mar en un tren de doscientos vagones.
              El párroco lo midió con una mirada de lástima.
              -Ay,  hijo  suspiró-.  A mi  me  bastaría  con estar  seguro  de  que  tú y yo  existimos  en  este
           momento.
              De modo que Aureliano y Amaranta Úrsula aceptaron la versión de la canastilla, no porque la
           creyeran, sino porque los ponía a salvo de sus terrores. A medida que avanzaba el embarazo se
           iban convirtiendo en un ser único, se integraban cada vez más en la soledad de una casa a la que
           sólo  le  hacía falta un último  soplo  para  derrumbarse.  Se  habían reducido  a un espacio  esencial,
           desde el dormitorio de Fernanda, donde vislumbraron los encantos del amor sedentario, hasta el
           principio del corredor, donde Amaranta Úrsula se sentaba a tejer botitas y sombreritos de recién
           nacido, y Aureliano  a contestar las cartas ocasionales del  sabio catalán.  El  resto de  la  casa se
           rindió al asedio tenaz de la destrucción. El taller de platería, el cuarto de Melquíades, los reinos
           primitivos y silenciosos de Santa Sofía de la Piedad quedaron en el fondo de una selva doméstica
           que  nadie  hubiera   tenido  la  temeridad de   desentrañar.  Cercados   por  la  voracidad de  la
           naturaleza,  Aureliano  y  Amaranta   Úrsula  seguían  cultivando  el orégano   y  las  begonias  y
           defendían su mundo con demarcaciones de cal, construyendo las últimas trincheras de la guerra
           inmemorial entre el hombre y las hormigas. El cabello largo y descuidado, los moretones que le
           amanecían en la cara, la hinchazón de las piernas, la deformación del antiguo y amoroso cuerpo
           de comadreja, le habían cambiado a Amaranta Úrsula la apariencia juvenil de cuando llegó a la
           casa con la jaula de canarios desafortunados y el esposo cautivo, pero no le alteraron la vivacidad
           del espíritu. «Mierda -solía reír-. Quién hubiera pensado que de veras íbamos a terminar viviendo
           como antropófagos!» El último hilo que los vinculaba con el mundo se rompió en el sexto mes del
           embarazo,  cuando   recibieron  una carta que  evidentemente  no  era del  sabio  catalán.  Había sido
           franqueada en Barcelona, pero la cubierta estaba escrita con tinta azul convencional por una ca-
           ligrafía administrativa,  y tenía el  aspecto  inocente  e  impersonal  de  los  recados  enemigos.
           Aureliano se la arrebató de las manos a Amaranta Úrsula cuando se disponía a abrirla.
              -Ésta no -le dijo-. No quiero saber lo que dice.
              Tal como él lo presentía, el sabio catalán no volvió a escribir.
              La  carta  ajena,  que  nadie  leyó,  quedó  a  merced  de  las  polillas  en  la  repisa  donde  Fernanda
           olvidó  alguna  vez  su  anillo  matrimonial,  y  allí siguió  consumiéndose  en  el fuego  interior  de  su
           mala  noticia, mientras los amantes solitarios navegaban   contra la  corriente  de  aquellos tiempos
           de  postrimerías,  tiempos  impenitentes  y aciagos,  que  se  desgastaban en  el  empeño  inútil  de
           hacerlos  derivar  hacia el  desierto  del  desencanto  y el  olvido.  Conscientes  de  aquella  amenaza,
           Aureliano  y Amaranta Úrsula   pasaron  los últimos meses tomados de     la  mano, terminando   con
           amores  de  lealtad el  hijo  empezado  con desafueros  de  fornicación.  De  noche,  abrazados  en  la
           cama, no   los amedrentaban    las explosiones sublunares de    las hormigas, ni  el  fragor de  las
           polillas,  ni el silbido  constante  y  nítido  del crecimiento  de  la  maleza  en  los  cuartos  vecinos.
           Muchas  veces  fueron  despertados  por  el  tráfago  de  los  muertos.  Oyeron  a Úrsula  peleando  con
           las leyes de  la  creación  para preservar la  estirpe, y a José Arcadio Buendía buscando la  verdad
           quimérica  de  los  grandes  inventos,  y  a  Fernanda  rezando  y  al coronel Aureliano   Buendía
           embruteciéndose con engaños de guerras y pescaditos de oro, y a Aureliano Segundo agonizando



                                                            169
   164   165   166   167   168   169   170   171   172   173   174