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Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
de su filiación. La partida de bautismo más antigua que encontró fue la de Amaranta Buendía,
bautizada en la adolescencia por el padre Nicanor Reyna, por la época en que éste andaba
tratando de probar la existencia de Dios mediante artificios de chocolate. Llegó a ilusionarse con
la posibilidad de ser uno de los diecisiete Aurelianos, cuyas partidas de nacimiento rastreó a
través de cuatro tomos, pero las fechas de bautismo eran demasiado remotas para su edad.
Viéndolo extraviado en laberintos de sangre, trémulo de incertidumbre, el párroco artrítico que lo
observaba desde la hamaca le preguntó compasivamente cuál era su nombre.
-Aureliano Buendía -dijo él.
-Entonces no te mates buscando -exclamó el párroco con una convicción terminante-. Hace
muchos años hubo aquí una calle que se llamaba así, y por esos entonces la gente tenía la
costumbre de ponerles a los hijos los nombres de las calles.
Aureliano tembló de rabia.
-¡Ah! -dijo-, entonces usted tampoco cree.
-¿En qué?
-Que el coronel Aureliano Buendía hizo treinta y dos guerras civiles y las perdió todas -
contestó Aureliano-. Que el ejército acorraló y ametralló a tres mil trabajadores, y que se llevaron
los cadáveres para echarlos al mar en un tren de doscientos vagones.
El párroco lo midió con una mirada de lástima.
-Ay, hijo suspiró-. A mi me bastaría con estar seguro de que tú y yo existimos en este
momento.
De modo que Aureliano y Amaranta Úrsula aceptaron la versión de la canastilla, no porque la
creyeran, sino porque los ponía a salvo de sus terrores. A medida que avanzaba el embarazo se
iban convirtiendo en un ser único, se integraban cada vez más en la soledad de una casa a la que
sólo le hacía falta un último soplo para derrumbarse. Se habían reducido a un espacio esencial,
desde el dormitorio de Fernanda, donde vislumbraron los encantos del amor sedentario, hasta el
principio del corredor, donde Amaranta Úrsula se sentaba a tejer botitas y sombreritos de recién
nacido, y Aureliano a contestar las cartas ocasionales del sabio catalán. El resto de la casa se
rindió al asedio tenaz de la destrucción. El taller de platería, el cuarto de Melquíades, los reinos
primitivos y silenciosos de Santa Sofía de la Piedad quedaron en el fondo de una selva doméstica
que nadie hubiera tenido la temeridad de desentrañar. Cercados por la voracidad de la
naturaleza, Aureliano y Amaranta Úrsula seguían cultivando el orégano y las begonias y
defendían su mundo con demarcaciones de cal, construyendo las últimas trincheras de la guerra
inmemorial entre el hombre y las hormigas. El cabello largo y descuidado, los moretones que le
amanecían en la cara, la hinchazón de las piernas, la deformación del antiguo y amoroso cuerpo
de comadreja, le habían cambiado a Amaranta Úrsula la apariencia juvenil de cuando llegó a la
casa con la jaula de canarios desafortunados y el esposo cautivo, pero no le alteraron la vivacidad
del espíritu. «Mierda -solía reír-. Quién hubiera pensado que de veras íbamos a terminar viviendo
como antropófagos!» El último hilo que los vinculaba con el mundo se rompió en el sexto mes del
embarazo, cuando recibieron una carta que evidentemente no era del sabio catalán. Había sido
franqueada en Barcelona, pero la cubierta estaba escrita con tinta azul convencional por una ca-
ligrafía administrativa, y tenía el aspecto inocente e impersonal de los recados enemigos.
Aureliano se la arrebató de las manos a Amaranta Úrsula cuando se disponía a abrirla.
-Ésta no -le dijo-. No quiero saber lo que dice.
Tal como él lo presentía, el sabio catalán no volvió a escribir.
La carta ajena, que nadie leyó, quedó a merced de las polillas en la repisa donde Fernanda
olvidó alguna vez su anillo matrimonial, y allí siguió consumiéndose en el fuego interior de su
mala noticia, mientras los amantes solitarios navegaban contra la corriente de aquellos tiempos
de postrimerías, tiempos impenitentes y aciagos, que se desgastaban en el empeño inútil de
hacerlos derivar hacia el desierto del desencanto y el olvido. Conscientes de aquella amenaza,
Aureliano y Amaranta Úrsula pasaron los últimos meses tomados de la mano, terminando con
amores de lealtad el hijo empezado con desafueros de fornicación. De noche, abrazados en la
cama, no los amedrentaban las explosiones sublunares de las hormigas, ni el fragor de las
polillas, ni el silbido constante y nítido del crecimiento de la maleza en los cuartos vecinos.
Muchas veces fueron despertados por el tráfago de los muertos. Oyeron a Úrsula peleando con
las leyes de la creación para preservar la estirpe, y a José Arcadio Buendía buscando la verdad
quimérica de los grandes inventos, y a Fernanda rezando y al coronel Aureliano Buendía
embruteciéndose con engaños de guerras y pescaditos de oro, y a Aureliano Segundo agonizando
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