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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              -¡Los amigos son unos hijos de puta!
              Nigromanta lo rescató de un charco de vómito y de lágrimas. Lo llevó a su cuarto, lo limpió, le
           hizo tomar una taza de caldo. Creyendo que eso lo consolaba, tachó con una raya de carbón los
           incontables amores que él      seguía  debiéndole, y evocó voluntariamente sus tristezas más
           solitarias para  no  dejarlo solo  en  el  llanto. Al  amanecer, después de  un  sueño torpe y breve,
           Aureliano recobró la conciencia de su dolor de cabeza. Abrió los ojos y se acordó del niño.
              No  lo  encontró  en  la  canastilla.  Al primer  impacto  experimentó  una  deflagración  de  alegría,
           creyendo  que  Amaranta Úrsula   había despertado   de  la  muerte  para  ocuparse  del  niño.  Pero  el
           cadáver  era un promontorio     de  piedras  bajo  la  manta.  Consciente  de  que  al  llegar  había
           encontrado abierta   la  puerta  del  dormitorio, Aureliano atravesó el  corredor saturado por los
           suspiros matinales del orégano, y se asomó al comedor, donde estaban todavía los escombros del
           parto: la olla grande, las sábanas ensangrentadas, los tiestos de ceniza, y el retorcido ombligo del
           niño  en  un  pañal abierto  sobre  la  mesa,  junto  a  las  tijeras  y  el sedal.  La  idea  de  que  la
           comadrona había vuelto por el niño en el curso de la noche le proporcionó una pausa de sosiego
           para  pensar.  Se  derrumbó  en  el  mecedor,  el  mismo  en  que  se  sentó  Rebeca  en  los  tiempos
           originales de la casa para dictar lecciones de bordado, y en el que Amaranta jugaba damas chinas
           con el coronel Gerineldo Márquez, y en el que Amaranta Úrsula cosía la ropita del niño, y en aquel
           relámpago   de  lucidez tuvo  conciencia  de  que  era incapaz de  resistir  sobre  su  alma el  peso
           abrumador   de  tanto  pasado.  Herido  por  las  lanzas  mortales  de  las  nostalgias  propias  y ajenas,
           admiró  la  impavidez  de  la  telaraña  en  los  rosales  muertos,  la  perseverancia  de  la  cizaña,  la
           paciencia  del  aire en  el  radiante  amanecer de  febrero. Y entonces vio al  niño. Era  un  pellejo
           hinchado y reseco que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus
           madrigueras   por  el  sendero  de  piedras  del  jardín.  Aureliano  no  pudo  moverse.  No  porque  lo
           hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves
           definitivas  de  Melquíades,  y vio  el  epígrafe  de  los  pergaminos  perfectamente  ordenado  en  el
           tiempo  y el  espacio  de  los  hombres:  El  primero  de  lo  estirpe  está amarrado  en  un árbol y al
           último se lo están comiendo las hormigas.
              Aureliano no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó sus muertos y
           el dolor de sus muertos, y volvió a clavar las puertas y las ventanas con las crucetas de Fernanda
           para  no  dejarse  perturbar  por  ninguna tentación del  mundo,  porque  entonces  sabía que  en  los
           pergaminos de   Melquíades estaba    escrito su  destino. Los encontró intactos, entre las plantas
           prehistóricas y los charcos humeantes y los insectos luminosos que habían desterrado del cuarto
           todo  vestigio  del  paso  de  los  hombres  por  la  tierra,  y no  tuvo  serenidad para  sacarlos  a la  luz,
           sino que allí mismo, de pie, sin la menor dificultad, como si hubieran estado escritos en castellano
           bajo el resplandor deslumbrante del mediodía, empezó a descifrarlos en voz alta. Era la historia
           de la familia escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de antici-
           pación. La había redactado en   sánscrito, que era su  lengua  materna, y había cifrado los versos
           pares  con  la  clave  privada  del emperador  Augusto,  y  los  impares  con  claves  militares  lace-
           demonias. La protección final, que Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por
           el  amor  de  Amaranta Úrsula,  radicaba en  que  Melquíades  no  había ordenado  los  hechos  en  el
           tiempo  convencional  de  los  hombres,  sino  que  concentró  un siglo  de  episodios  cotidianos,  de
           modo que todos coexistieran en un instante. Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alta,
           sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran
           en realidad las predicciones de su ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más
           bella  del  mundo  que  estaba subiendo  al  cielo  en  cuerpo  y alma,  y conoció  el  origen  de  dos
           gemelos   póstumos   que  renunciaban a descifrar    los  pergaminos,  no  sólo  por  incapacidad e
           inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer
           su  propio  origen,  Aureliano  dio  un salto.  Entonces  empezó  el  viento,  tibio,  incipiente,  lleno  de
           voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las
           nostalgias más tenaces. No lo     advirtió  porque  en  aquel  momento estaba     descubriendo los
           primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a
           través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano
           lo  reconoció, persiguió los caminos ocultos de   su  descendencia, y encontró el   instante  de  su
           propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un
           menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto,
           que  no  sintió  tampoco  la  segunda arremetida del  viento,  cuya potencia  ciclónica arrancó  de  los
           quicios  las  puertas  y  las  ventanas,  descuajó  el techo  de  la  galería  oriental y  desarraigó  los



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