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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           movilidad habían vuelto débiles y torpes. Era tan cierta su indiferencia por el mundo que peces
           días  después  José  Arcadio  violó  la  promesa que  había hecho  a su  madre,  y le  dejó  en  libertad
           para salir cuando quisiera.
              -No tengo nada que hacer en la calle -le contestó Aureliano.
              Siguió  encerrado,  absorto  en  los  pergaminos  que  peco  a poco  iba desentrañando,  y cuyo
           sentido,  sin embargo,  no  lograba interpretar.  José  Arcadio  le  llevaba al  cuarto  rebanadas  de  ja-
           món,  flores  azucaradas  que  dejaban en  la  boca  un regusto  primaveral,  y en  des  ocasiones  un
           vaso de   buen  vino. No se interesó en    los pergaminos, que consideraba más bien       como   un
           entretenimiento   esotérico,  pero  le  llamó  la  atención  la  rara  sabiduría  y  el inexplicable
           conocimiento  del  mundo   que  tenía aquel  pariente  desolado.  Supo  entonces  que  era capaz de
           comprender   el  inglés  escrito,  y que  entre  pergamino  y pergamino  había leído  de  la  primera
           página a la última, come si fuera una novela, los seis tomos de la enciclopedia. A eso atribuyó al
           principio el que Aureliano pudiera hablar de Roma como si hubiera vivido allí muchos años, pero
           muy pronto   se  dio  cuenta de  que  tenía conocimientos  que  no  eran enciclopédicos,  como  los
           precios de las cosas. «Todo se sabe», fue la única respuesta que recibió de Aureliano, cuando le
           preguntó cómo había obtenido aquellas informaciones. Aureliano, por su parte, se sorprendió de
           que  José  Arcadio  visto  de  cerca fuera tan distinto  de  la  imagen  que  se  había formado  de  él
           cuando  lo  veía  deambular  por  la  casa.  Era capaz de  reír,  de  permitirse  de  vez en  cuando  una
           nostalgia del  pasado  de  la  casa,  y de  preocuparse  por  el  ambiente  de  miseria en  que  se
           encontraba el cuarto de Melquíades. Aquel acercamiento entre des solitarios de la misma sangre
           estaba  muy   lejos  de  la  amistad,  pero  les  permitió  a  ambos  sobrellevar  mejor  la  insondable
           soledad que   al  mismo  tiempo  los  separaba y les  unía.  José  Arcadio  pude  entonces  acudir  a
           Aureliano para desenredar ciertos problemas domésticos que lo exasperaban. Aureliano, a su vez,
           podía sentarse a leer en el corredor, recibir las cartas de Amaranta Úrsula que seguían llegando
           con la puntualidad de siempre, y usar el baño de donde lo había desterrado José Arcadio desde su
           llegada.
              Una calurosa madrugada ambos despertaren alarmados por          unes golpes  apremiantes en   la
           puerta de  la  calle.  Era un anciano  oscuro,  con unes  ojos  grandes  y verdes  que  le  daban a su
           rostro una fosforescencia espectral, y con una cruz de ceniza en la frente. Las ropas en piltrafas,
           los  zapatos  rotos,  la  vieja mochila  que  llevaba en  el  hombre  como  único  equipaje,  le  daban el
           aspecto  de   un pordiosero,   pero  su  conducta tenía una dignidad que        estaba en    franca
           contradicción con su apariencia. Bastaba con verlo una vez, aun en la penumbra de la sala, para
           darse cuenta de que la fuerza secreta que le permitía vivir no era el instinto de conservación, sino
           la costumbre del miedo. Era Aureliano Amador, el único sobreviviente de les diecisiete hijos del
           coronel  Aureliano  Buendía,  que  iba buscando  una tregua en   su  larga y  azarosa existencia  de
           fugitivo.  Se  identificó,  suplicó  que  le  dieran refugie  en  aquella  casa  que  en  sus  noches  de  paria
           había evocado como el último reducto de seguridad que le quedaba en la vida. Pero José Arcadio
           y  Aureliano  no  lo  recordaban.  Creyendo   que  era un vagabundo,     lo  echaron a la   calle  a
           empellones.  Ambos   vieron  entonces  desde  la  puerta el  final  de  un drama que  había empezado
           desde  antes  de  que  José  Arcadio  tuviera uso  de  razón.  Des  agentes  de  la  policía  que  habían
           perseguido  a Aureliano  Amador   durante  años,  que  lo  habían rastreado  como  perros  por  medio
           mundo, surgieron   de  entre los almendros de  la  acera opuesta y le  hicieron  des tiros de  máuser
           que le penetraron limpiamente por la cruz de ceniza.
              En  realidad, desde que expulsó a los niños de   la  casa, José Arcadio esperaba  noticias de  un
           trasatlántico que saliera para Nápoles antes de Navidad. Se lo había dicho a Aureliano, e inclusive
           había hecho planes para dejarle montado un negocie que le permitiera vivir, porque la canastilla
           de  víveres  no  volvió  a llegar  desde  el  entierro  de  Fernanda.  Sin embargo,  tampoco  aquel  sueño
           final había de cumplirse. Una mañana de septiembre, después de tomar el café con Aureliano en
           la  cocina,  José  Arcadio  estaba terminando  su  baño  diario  cuando  irrumpieron por  entre  los
           portillos  de  las  tejas  les  cuatro  niños  que  había  expulsado  de  la  casa.  Sin  darle  tiempo  de
           defenderse,  se  metieren  vestidos  en  la  alberca,  lo  agarraron  por  el pelo  y  le  mantuvieren  la
           cabeza hundida,   hasta que  cesó  en  la  superficie  la  borboritación de  la  agonía,  y  el  silencioso  y
           pálido cuerpo de delfín se deslizó hasta el fondo de las aguas fragantes. Después se llevaron les
           tres sacos de  ere que sólo  elles y su  víctima sabían  dónde estaban  escondidos. Fue una  acción
           tan  rápida,  metódica  y  brutal,  que  pareció  un  asalte  de  militares.  Aureliano,  encerrado  en  su
           cuarto, no se dio cuenta de nada. Esa tarde, habiéndolo echado de menos en la cocina, buscó a
           José  Arcadio  por  toda la  casa,  y lo  encontró  fletando  en  les  espejos  perfumados  de  la  alberca,



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