Page 153 - Cien Años de Soledad
P. 153

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           sin  disciplina.  Aureliano  no  se  preocupó  de  la  invasión  mientras  no  fueron  a  molestarlo  en  el
           cuarto  de  Melquíades.  Una mañana,   dos  niños  empujaron la  puerta,  y se  espantaron  ante  la
           visión  del  hombre  cochambroso  y peludo  que  seguía  descifrando  los  pergaminos  en  la  mesa  de
           trabajo.  No  se  atrevieron  a entrar, pero   siguieren rondando    la habitación. Se   asomaban
           cuchicheando   por  las hendijas, arrojaban animales  vivos por  las claraboyas, y en  una ocasión
           clavetearon por  fuera la  puerta y la  ventana,  y Aureliano  necesitó  medio  día para  forzarlas.
           Divertidos  por  la  impunidad de  sus  travesuras,  cuatro  niños  entraron  otra  mañana en  el  cuarto,
           mientras  Aureliano  estaba en  la  cocina,  dispuestos  a destruir  los  pergaminos.  Pero  tan pronto
           como se apoderaron de los pliegos amarillentos, una fuerza angélica los levantó del suelo, y los
           mantuvo   suspendidos   en  el  aire,  hasta que  regresó  Aureliano  y les  arrebató  los  pergaminos.
           Desde entonces no volvieron a molestarlo.
              Los cuatro niños mayores, que usaban pantalones cortos a pesar de que ya se asomaban a la
           adolescencia, se ocupaban de la apariencia personal de José Arcadio. Llegaban más temprano que
           los otros, y dedicaban  la  mañana  a afeitarle, a darle masajes con  toallas calientes, a cortarle  y
           pulirle  las  uñas  de  las  manos  y  los  pies,  a  perfumarle  con  agua  florida.  En  varias  ocasiones  se
           metieron  en  la  alberca,  para  jabonarlo  de  pies  a cabeza,  mientras  él  flotaba boca  arriba,
           pensando   en  Amaranta.  Luego le  secaban,  le  empolvaban  el  cuerpo, y lo  vestían.  Une de  los
           niños, que tenía el  cabello  rubio y crespo, y los ojos de  vidries rosados como  les conejos, solía
           dormir en la casa. Eran tan firmes los vínculos que lo unían a José Arcadio que le acompañaba en
           sus insomnios de   asmático, sin  hablar, deambulando con   él  por la  casa en  tinieblas. Una noche
           vieren en la alcoba donde dormía Úrsula un resplandor amarillo a través del cemento cristalizado
           come  si  un sol  subterráneo  hubiera  convertido  en  vitral  el  piso  del  dormitorio.  No  tuvieren  que
           encender el foco. Les bastó con levantar las placas quebradas del rincón donde siempre estuve la
           cama  de  Úrsula, y donde el   resplandor era más intenso, para encontrar la    cripta  secreta que
           Aureliano  Segundo  se  cansó  de  buscar  en  el delirio  de  las  excavaciones.  Allí estaban  les  tres
           sacos de lona cerrados con alambre de cobre y, dentro de ellos, los siete mil doscientos catorce
           doblones de a cuatro, que seguían relumbrando como brasas en la oscuridad.
              El  hallazgo  del  tesoro  fue  como  una deflagración.  En  vez de   regresar  a Roma con la
           intempestiva fortuna, que era el sueño madurado en la miseria, José Arcadio convirtió la casa en
           un paraíso decadente. Cambió por terciopelo nuevo las cortinas y el baldaquín del dormitorio, y
           les hizo poner baldosas al piso del bañe y azulejos a las paredes. La alacena del comedor se llenó
           de  frutas azucaradas, jamones y encurtidos, y el      granero  en  desuse  volvió  a abrirse  para
           almacenar  vinos  y licores  que  el  propio  José  Arcadio  retiraba en  la  estación  del  ferrocarril,  en
           cajas marcadas con su nombre. Una noche, él y los cuatro niños mayores hicieren una fiesta que
           se  prolongó  hasta  el amanecer.  A  las  seis  de  la  mañana  salieron  desnudos  del dormitorio,
           vaciaron  la  alberca y  la  llenaron de  champaña.  Se  zambulleron en  bandada,   nadando   come
           pájaros que volaran en un cielo dorado de burbujas fragantes, mientras José Arcadio fletaba boca
           arriba, al  margen  de  la  fiesta, evocando  a Amaranta con los ojos    abiertos. Permaneció   así,
           ensimismado, rumiando la amargura de sus placeres equívocos, hasta después de que los niños
           se cansaren y se fueron en tropel al dormitorio, donde arrancaron las cortinas de terciopelo para
           secarse, y cuartearon en el desorden la luna del cristal de roca, y desbarataron el baldaquín de la
           cama tratando   de  acostarse  en  tumulto.  Cuando  José  Arcadio  volvió  del  baño,  los  encontró
           durmiendo   apelotonados,  desnudos,   en  una alcoba de   naufragio  Enardecido  no  tanto  por  los
           estragos como   por el  asco y la  lástima que sentía  contra sí  mismo en  el  desolado  vacío de  la
           saturnal, se armó con unas disciplinas de perrero eclesiástico que guardaba en el fondo del baúl,
           junte con un cilicio y otros fierros de mortificación y penitencia, y expulsó a los niños de la casa,
           aullando come un loco, y azotándoles sin misericordia, como no lo hubiera hecho con una jauría
           de coyotes. Quedó demolido, con una crisis de asma que se prolongó por varios días, y que le dio
           el aspecto de un agonizante. A la tercera noche de tortura, vencido por la asfixia, fue al cuarto de
           Aureliano pedirle el favor de que le comprara en una botica cercana unos polvos para inhalar. Fue
           así  come  hizo  Aureliano  su  segunda salida a la  calle. Sólo  tuve que recorrer dos cuadras para
           llegar  hasta la  estrecha botica  de  polvorientas  vidrieras  con pomos  de  loza marcados  en  latín,
           donde una muchacha con la sigilosa belleza de una serpiente del Nilo le despachó el medicamento
           que José Arcadio le había escrito en un papel. La segunda visión del pueblo desierto, alumbrado
           apenas por las amarillentas bombillas de las calles, no despertó en Aureliano más curiosidad que
           la primera vez. José Arcadio había alcanzado a pensar que había huido, cuando lo vio aparecer de
           nuevo, un poco anhelante a causa de la prisa, arrastrando las piernas que el encierro y la falta de



                                                            153
   148   149   150   151   152   153   154   155   156   157   158