Page 152 - Cien Años de Soledad
P. 152
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
a la calle cuando aflojaba el calor de la siesta, y no regresaba hasta muy entrada la noche.
Entonces continuaba su deambular angustioso, respirando como un gato, y pensando en
Amaranta. Ella, y la mirada espantosa de los santos en el fulgor de la lámpara nocturna, eran los
dos recuerdos que conservaba de la casa. Muchas veces, en el alucinante agosto romano, había
abierto los ojos en mitad del sueño, y había visto a Amaranta surgiendo de un estanque de
mármol brocatel, con su pollerines de encaje y su venda en la mano, idealizada por la ansiedad
del exilio. Al contrario de Aureliano José, que trató de sofocar aquella imagen en el pantano
sangriento de la guerra, él trataba de mantenerla viva en un cenagal de concupiscencia, mientras
entretenía a su madre con la patraña sin término de la vocación pontificia. Ni a él ni a Fernanda
se les ocurrió pensar nunca que su correspondencia era un intercambio de fantasías. José
Arcadio, que abandonó el seminario tan pronto como llegó a Roma, siguió alimentando la leyenda
de la teología y el derecho canónico, para no poner en peligro la herencia fabulosa de que le
hablaban las cartas delirantes de su madre, y que había de rescatarlo de la miseria y la sordidez
que compartía con dos amigos en una buhardilla del Trastevere. Cuando recibió la última carta de
Fernanda, dictada por el presentimiento de la muerte inminente, metió en una maleta los últimos
desperdicios de su falso esplendor, y atravesó el océano en una bodega donde los emigrantes se
apelotaban como reses de matadero, comiendo macarrones fríos y queso agusanado. Antes de
leer el testamento de Fernanda, que no era más que una minuciosa y tardía recapitulación de
infortunios, ya los muebles desvencijados y la maleza del corredor le habían indicado que estaba
metido en una trampa de la cual no saldría jamás, para siempre exiliado de la luz de diamante y
el aire inmemorial de la primavera romana. En los insomnios agotadores del asma, medía y volvía
a medir la profundidad de su desventura, mientras repasaba la casa tenebrosa donde los
aspavientos seniles de Úrsula le infundieron el miedo del mundo. Para estar segura de no
perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del dormitorio, el único donde podría
estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer. «Cualquier cosa
mala que hagas -le decía Úrsula- me la dirán los santos.» Las noches pávidas de su infancia se
redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo
en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas. Era una tortura inútil,
porque ya para esa época él tenía terror de todo lo que lo rodeaba, y estaba preparado para
asustarse de todo lo que encontrara en la vida: las mujeres de la calle, que echaban a perder la
sangre; las mujeres de la casa, que parían hijos con cola de puerco; los gallos de pelea, que
provocaban muertes de hombres y remordimientos de conciencia para el resto de la vida; las
armas de fuego, que con sólo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas
desacertadas, que sólo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había
creado con su infinita bondad, y que el diablo había pervertido. Al despertar, molido por el torno
de las pesadillas, la claridad de la ventana y las caricias de Amaranta en la alberca, y el deleite
con que lo empolvaba entre las piernas con una bellota de seda, lo liberaban del terror. Hasta
Úrsula era distinta bajo la luz radiante del jardín, porque allí no le hablaba de cosas de pavor,
sino que le frotaba los dientes con polvo de carbón para que tuviera la sonrisa radiante de un
Papa, y le cortaba y le pulía las uñas para que los peregrinos que llegaban a Roma de todo el
ámbito de la tierra se asombraran de la pulcritud de las manos del Papa cuando les echara la
bendición, y lo peinaba como un Papa, y lo ensopaba con agua florida para que su cuerpo y sus
ropas tuvieran la fragancia de un Papa. En el patio de Castelgandolfo él había visto al Papa en un
balcón, pronunciando el mismo discurso en siete idiomas para una muchedumbre de peregrinos,
y lo único que en efecto le había- llamado la atención era la blancura de sus manos, que parecían
maceradas en lejía, el resplandor deslumbrante de sus ropas de verano, y su recóndito hálito de
agua de colonia.
Casi un año después del regreso a la casa, habiendo vendido para comer los candelabros de
plata y la bacinilla heráldica que a la hora de la verdad sólo tuvo de oro las incrustaciones del
escudo, la única distracción de José Arcadio era recoger niños en el pueblo para que jugaran en la
casa. Aparecía con ellos a la hora de la siesta, y los hacía saltar la cuerda en el jardín, cantar en
el corredor y hacer maromas en los muebles de la sala, mientras él iba por entre los grupos
impartiendo lecciones de buen comportamiento. Para esa época había acabado con los pantalones
estrechos y la camisa de seda, y usaba una muda ordinaria comprada en los almacenes de los
árabes, pero seguía manteniendo su dignidad lánguida y sus ademanes papales. Los niños se
tomaron la casa como lo hicieron en el pasado las compañeras de Meme. Hasta muy entrada la
noche se les oía cotorrear y cantar y bailar zapateados, de modo que la casa parecía un internado
152