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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           a la  calle  cuando  aflojaba el  calor  de  la  siesta, y no  regresaba hasta muy entrada la  noche.
           Entonces   continuaba su   deambular   angustioso,   respirando  como   un gato,   y pensando    en
           Amaranta. Ella, y la mirada espantosa de los santos en el fulgor de la lámpara nocturna, eran los
           dos recuerdos que conservaba de la casa. Muchas veces, en el alucinante agosto romano, había
           abierto  los  ojos  en  mitad del  sueño,  y  había visto  a Amaranta surgiendo  de  un estanque  de
           mármol brocatel, con su pollerines de encaje y su venda en la mano, idealizada por la ansiedad
           del exilio.  Al contrario  de  Aureliano  José,  que  trató  de  sofocar  aquella  imagen  en  el pantano
           sangriento de la guerra, él trataba de mantenerla viva en un cenagal de concupiscencia, mientras
           entretenía a su madre con la patraña sin término de la vocación pontificia. Ni a él ni a Fernanda
           se  les  ocurrió  pensar  nunca que  su  correspondencia  era un intercambio    de  fantasías.  José
           Arcadio, que abandonó el seminario tan pronto como llegó a Roma, siguió alimentando la leyenda
           de  la  teología  y el  derecho  canónico,  para  no  poner  en  peligro  la  herencia  fabulosa  de  que  le
           hablaban las cartas delirantes de su madre, y que había de rescatarlo de la miseria y la sordidez
           que compartía con dos amigos en una buhardilla del Trastevere. Cuando recibió la última carta de
           Fernanda, dictada por el presentimiento de la muerte inminente, metió en una maleta los últimos
           desperdicios de su falso esplendor, y atravesó el océano en una bodega donde los emigrantes se
           apelotaban  como  reses de  matadero, comiendo    macarrones fríos y queso agusanado. Antes de
           leer  el  testamento  de  Fernanda,  que  no  era más  que  una minuciosa  y tardía  recapitulación  de
           infortunios, ya los muebles desvencijados y la maleza del corredor le habían indicado que estaba
           metido en una trampa de la cual no saldría jamás, para siempre exiliado de la luz de diamante y
           el aire inmemorial de la primavera romana. En los insomnios agotadores del asma, medía y volvía
           a medir   la  profundidad de  su  desventura,  mientras   repasaba la   casa  tenebrosa donde   los
           aspavientos  seniles  de  Úrsula  le  infundieron el  miedo  del  mundo.  Para  estar  segura  de  no
           perderlo  en  las  tinieblas,  ella  le  había  asignado  un  rincón  del dormitorio,  el único  donde  podría
           estar  a salvo  de  los  muertos  que  deambulaban por  la  casa  desde  el  atardecer.  «Cualquier  cosa
           mala  que hagas -le decía Úrsula-  me  la  dirán  los santos.»  Las noches pávidas de  su  infancia  se
           redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo
           en  un taburete,  bajo  la  mirada vigilante  y glacial  de  los  santos  acusetas.  Era una tortura inútil,
           porque  ya para  esa época él  tenía terror  de  todo  lo  que  lo  rodeaba,  y estaba preparado  para
           asustarse de todo lo que encontrara en la vida: las mujeres de la calle, que echaban a perder la
           sangre;  las mujeres de  la  casa, que parían  hijos con  cola  de  puerco;  los gallos de  pelea, que
           provocaban muertes    de  hombres  y remordimientos   de  conciencia  para  el  resto  de  la  vida; las
           armas   de  fuego,  que  con sólo  tocarlas  condenaban a veinte   años  de  guerra; las  empresas
           desacertadas, que sólo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había
           creado con su infinita bondad, y que el diablo había pervertido. Al despertar, molido por el torno
           de las pesadillas, la claridad de la ventana y las caricias de Amaranta en la alberca, y el deleite
           con que  lo  empolvaba entre  las  piernas  con una bellota de  seda,  lo  liberaban del  terror.  Hasta
           Úrsula  era  distinta  bajo  la  luz  radiante  del jardín,  porque  allí no  le  hablaba  de  cosas  de  pavor,
           sino  que  le  frotaba los  dientes  con polvo  de  carbón  para  que  tuviera la  sonrisa radiante  de  un
           Papa,  y le  cortaba y le  pulía  las  uñas  para  que  los  peregrinos  que  llegaban a Roma de  todo  el
           ámbito  de  la  tierra  se  asombraran de  la  pulcritud de  las  manos  del  Papa cuando  les  echara  la
           bendición, y lo peinaba como un Papa, y lo ensopaba con agua florida para que su cuerpo y sus
           ropas tuvieran la fragancia de un Papa. En el patio de Castelgandolfo él había visto al Papa en un
           balcón, pronunciando el mismo discurso en siete idiomas para una muchedumbre de peregrinos,
           y lo único que en efecto le había- llamado la atención era la blancura de sus manos, que parecían
           maceradas en lejía, el resplandor deslumbrante de sus ropas de verano, y su recóndito hálito de
           agua de colonia.
              Casi  un  año después del  regreso a la  casa, habiendo  vendido para comer los candelabros de
           plata  y  la  bacinilla  heráldica  que  a  la  hora  de  la  verdad  sólo  tuvo  de  oro  las  incrustaciones  del
           escudo, la única distracción de José Arcadio era recoger niños en el pueblo para que jugaran en la
           casa. Aparecía con ellos a la hora de la siesta, y los hacía saltar la cuerda en el jardín, cantar en
           el  corredor y hacer maromas en    los muebles de   la  sala, mientras  él  iba  por entre los grupos
           impartiendo lecciones de buen comportamiento. Para esa época había acabado con los pantalones
           estrechos y la  camisa de  seda, y usaba una   muda  ordinaria comprada   en  los almacenes de  los
           árabes, pero seguía   manteniendo su   dignidad  lánguida  y sus ademanes papales. Los niños se
           tomaron  la  casa como  lo  hicieron  en  el  pasado  las compañeras de  Meme. Hasta muy entrada la
           noche se les oía cotorrear y cantar y bailar zapateados, de modo que la casa parecía un internado



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