Page 9 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           que  una vez más   llegaban a la  aldea,  pregonando  el  último  y asombroso  descubrimiento  de  los
           sabios de Memphis.
              Eran  gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo           conocían  su  propia  lengua,
           ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en
           las calles un  pánico de  alborotada  alegría, con  sus loros pintados de   todos los colores que
           recitaban  romanzas  italianas,  y  la  gallina  que  ponía  un  centenar  de  huevos  de  oro  al son  de  la
           pandereta, y el  mono   amaestrado   que  adivinaba el  pensamiento,   y la  máquina múltiple  que
           servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos
           recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones más, tan ingeniosas e
           insólitas,  que  José  Arcadio  Buendía  hubiera  querido  inventar  la  máquina  de  la  memoria  para
           poder acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macondo se
           encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria.
              Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis
           de  dientes  acorazados  de  oro  y malabaristas  de  seis  brazos,  sofocado  por  el  confuso  aliento  de
           estiércol  y sándalo  que  exhalaba la  muchedumbre,  José  Arcadio  Buendía andaba como    un loco
           buscando  a Melquíades   por  todas  partes,  para  que  le  revelara  los  infinitos  secretos  de  aquella
           pesadilla  fabulosa.  Se  dirigió  a  varios  gitanos  que  no  entendieron  su  lengua.  Por  último  llegó
           hasta el  lugar  donde  Melquíades  solía  plantar  su  tienda,  y encontró  un armenio  taciturno  que
           anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de un golpe una copa
           de  la  sustancia ambarina, cuando  José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el
           grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano le envolvió
           en  el  clima atónito  de  su  mirada,  antes  de  convertirse  en  un charco  de  alquitrán pestilente  y
           humeante sobre el    cual  quedó flotando  la  resonancia  de  su  respuesta:  «Melquíades murió.»
           Aturdido por la noticia, José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la
           aflicción, hasta que el  grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el  charco del  armenio
           taciturno  se  evaporó  por  completo.  Más  tarde,  otros  gitanos  le  confirmaron que  en  efecto
           Melquíades había sucumbido a las fiebres en     los médanos de   Singapur, y su  cuerpo  había sido
           arrojado en el lugar más profundo del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban
           obstinados  en  que  su  padre  los  llevara  a conocer  la  portentosa  novedad de  los  sabios  de
           Memphis,   anunciada a la  entrada de  una tienda que,  según decían,  perteneció  al  rey  Salomón.
           Tanto insistieron, que José Arcadio Buendía pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro
           de la carpa, donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la
           nariz  y  una  pesada  cadena  de  hierro  en  el tobillo,  custodiando  un  cofre  de  pirata.  Al ser
           destapado  por  el  gigante,  el  cofre  dejó  escapar  un aliento  glacial.  Dentro  sólo  había un enorme
           bloque  transparente, con infinitas agujas internas en  las cuales  se  despedazaba en  estrellas de
           colores la  claridad  del  crepúsculo. Desconcertado, sabiendo     que los niños esperaban     una
           explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
              -Es el diamante más grande del mundo.
              -No -corrigió el gitano-. Es hielo.
              José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la
           apartó. «Cinco reales más para tocarlo», dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la
           mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba
           de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que
           sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano,
           en  cambio,  dio  un paso  hacia adelante,  puso  la  mano  y la  retiró  en  el  acto.  «Está hirviendo»,
           exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio,
           en  aquel  momento   se  olvidó  de  la  frustración de  sus  empresas  delirantes  y del  cuerpo  de
           Melquíades  abandonado    al  apetito  de  los calamares. Pagó  otros cinco  reales, y con la  mano
           puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:
              -Éste es el gran invento de nuestro tiempo.














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