Page 8 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           desmontar la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó
           con una cierta amargura: «Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos.» Úrsula no se alteró.
              -No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.
              -Todavía  no  tenemos  un muerto  -dijo  él-.  Uno  no  es  de  ninguna parte  mientras  no  tenga un
           muerto bajo la tierra.
              Úrsula replicó, con una suave firmeza:
              -Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.
              José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su mujer. Trató de seducirla
           con el hechizo de su fantasía, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar
           unos  líquidos  mágicos  en  la  tierra  para  que  las  plantas  dieran frutos  a voluntad del  hombre,  y
           donde  se  vendían  a  precio  de  baratillo  toda  clase  de  aparatos  para  el dolor.  Pero  Úrsula  fue
           insensible a su clarividencia.
              -En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos -replicó-.
           Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros.
              José  Arcadio  Buendía tomó  al  pie  de  la  letra las  palabras  de  su  mujer.  Miró  a través  de  la
           ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresión de que sólo en
           aquel  instante  habían empezado    a existir,  concebidos  por  el  conjuro  de  Úrsula.  Algo  ocurrió
           entonces  en  su  interior; algo  misterioso  y definitivo  que  lo  desarraigó  de  su  tiempo  actual  y lo
           llevó a la deriva por una región inexplorada de los re cuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la
           casa  que  ahora estaba segura      de  no  abandonar   en  el  resto  de  su  vida él  permaneció
           contemplando a los niños con mirada absorta hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó
           con el dorso de la mano, y exhaló un hondo suspiro de resignación.
              -Bueno -dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.
              José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía la cabeza cuadrada, el
           pelo  hirsuto  y el  carácter  voluntarioso  de  su  padre.  Aunque  llevaba el  mismo  impulso  de
           crecimiento y fortaleza  física, ya  desde entonces era  evidente  que carecía  de  imaginación.  Fue
           concebido y dado a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo,
           y sus  padres  dieron  gracias  al  cielo  al  comprobar  que  no  tenía ningún órgano  de  animal.
           Aureliano,  el primer  ser  humano  que  nació  en  Macondo,  iba  a  cumplir  seis  años  en  marzo.  Era
           silencioso  y retraído.  Había llorado  en  el  vientre  de  su  madre  y nació  con los  ojos  abiertos.
           Mientras le  cortaban  el  ombligo movía la  cabeza  de  un  lado  a otro reconociendo  las cosas del
           cuarto, y examinaba el   rostro  de  la  gente  con una curiosidad sin asombro.  Luego,  indiferente  a
           quienes se acercaban   a conocerlo, mantuvo la   atención  concentrada en  el  techo de  palma, que
           parecía a punto   de  derrumbarse   bajo  la  tremenda presión de    la  lluvia.  Úrsula  no  volvió  a
           acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de
           tres años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba del fogón y ponía en la mesa una
           olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta, dijo: «Se va a caer.» La olla estaba bien
           puesta en   el  centro  de  la  mesa,  pero  tan pronto  como  el  niño  hizo  el  anuncio,  inició  un
           movimiento   irrevocable  hacia el  borde,  como   impulsada por    un dinamismo     interior,  y se
           despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el episodio a su marido, pero éste lo interpretó
           como un fenómeno natural. Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque
           consideraba la  infancia  como  un  período de  insuficiencia mental, y en  parte porque   siempre
           estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas.
              Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran a desempacar las cosas del
           laboratorio, les dedicó sus horas mejores. En     el  cuartito  apartado, cuyas paredes se fueron
           llenando poco a poco de mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a
           sacar  cuentas,  y  les  habló  de  las  maravillas  del mundo  no  sólo  hasta  donde  le  alcanzaban  sus
           conocimientos,  sino  forzando  a  extremos  increíbles  los  límites  de  su  imaginación.  Fue  así como
           los  niños  terminaron  por  aprender  que  en  el  extremo  meridional  del  África  había hombres  tan
           inteligentes y pacíficos que su  único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible
           atravesar  a  pie  el mar  Egeo  saltando  de  isla  en  isla  hasta  el puerto  de  Salónica.  Aquellas
           alucinantes  sesiones  quedaron  de  tal  modo  impresas  en  la  memoria de  los  niños,  que  muchos
           años  más  tarde,  un segundo  antes  de  que  el  oficial  de  los  ejércitos  regulares  diera la  orden de
           fuego  al  pelotón de  fusilamiento,  el  coronel  Aureliano  Buendía volvió  a vivir  la  tibia tarde  de
           marzo en que su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado, con la mano en el
           aire y los ojos inmóviles, oyendo  a la  distancia los pífanos y tambores y sonajas de  los gitanos





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