Page 119 - Cien Años de Soledad
P. 119

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           ante  la  incertidumbre  del  porvenir.  Entonces  oyó  hablar  de  una mujer  que  hacía pronósticos  de
           barajas, y fue a visitarla en secreto. Era Pilar Ternera. Desde que ésta la vio entrar, conoció los
           recónditos  motivos  de  Meme.   «Siéntate,  -le  dijo-.  No  necesito  de  barajas  para  averiguar  el
           porvenir  de  un Buendía.» Meme   ignoraba,  y lo  ignoré  siempre,  que  aquella  pitonisa  centenaria
           era su bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del agresivo realismo con que ella le revelé
           que la  ansiedad  del  enamoramiento no  encontraba  reposo sino  en  la  cama. Era  el  mismo punto
           de  vista de  Mauricio  Babilonia,  pero  Meme  se  resistía  a darle  crédito,  pues  en  el  fondo  suponía
           que estaba inspirado en un mal criterio de menestral. Ella pensaba entonces que el amor de un
           modo   derrotaba al  amor  de  otro  modo,  porque  estaba en  la  índole  de  los  hombres  repudiar  el
           hambre una vez satisfecho el apetito. Pilar Ternera no sólo disipé el error, sino que le ofreció la
           vieja cama de lienzo donde ella concibió a Arcadio, el abuelo de Meme, y donde concibió después
           a  Aureliano  José.  Le  enseñé  además   cómo   prevenir  la  concepción  indeseable  mediante  la
           vaporización  de  cataplasmas   de  mostaza,  y le  dio  recetas  de  bebedizos  que  en  casos  de
           percances  hacían  expulsar  «hasta   los  remordimientos  de  conciencia».  Aquella  entrevista  le
           infundió a Meme el mismo sentimiento de valentía que experimenté la tarde de la borrachera. La
           muerte  de  Amaranta,  sin embargo,   la  obligó  a aplazar  la  decisión.  Mientras  duraron las  nueve
           noches,  ella  no  se  aparté  un instante  de  Mauricio  Babilonia,  que  andaba confundido  con la
           muchedumbre que invadió la     casa. Vinieron  luego el  luto  prolongado  y el  encierro obligatorio, y
           se  separaron por   un tiempo.    Fueron  días  de  tanta agitación interior,  de  tanta ansiedad
           irreprimible  y  tantos  anhelos  reprimidos,  que  la  primera  tarde  en  que  Meme  logró  salir  fue
           directamente  a la  casa de  Pilar Ternera. Se  entregó a Mauricio  Babilonia sin  resistencia, sin  pu-
           dor, sin formalismos, y con una vocación tan fluida y una intuición tan sabia, que un hombre más
           suspicaz que el suyo hubiera podido confundirlas con una acendrada experiencia. Se amaron dos
           veces  por  semana durante    más   de  tres  meses,  protegidos  por  la  complicidad inocente  de
           Aureliano Segundo, que acreditaba sin malicia las coartadas de la hija, sólo por verla liberada de
           la rigidez de su madre.
              La noche en que Fernanda los sorprendió en el cine, Aureliano Segundo se sintió agobiado por
           el peso de la conciencia, y visitó a Meme en el dormitorio donde la encerró Fernanda, confiando
           en que ella se desahogaría con él de las confidencias que le estaba debiendo. Pero Meme lo negó
           todo. Estaba tan segura de sí misma, tan aferrada a su soledad, que Aureliano Segundo tuvo la
           impresión de que ya no existía ningún vínculo entre ellos, que la camaradería y la complicidad no
           eran más   que  una ilusión  del  pasado.  Pensó  hablar  con Mauricio  Babilonia creyendo  que  su
           autoridad de antiguo patrón lo haría desistir de sus propósitos, pero Petra Cotes lo convenció de
           que  aquellos  eran asuntos  de  mujeres,  así  que  quedó  flotando  en  un limbo  de  indecisión,  y
           apenas sostenido por la esperanza de que el encierro terminara con las tribulaciones de la hija.
              Meme   no  dio  muestra alguna de  aflicción.  Al  contrario,  desde  el  dormitorio  contiguo  percibió
           Úrsula el ritmo sosegado de su sueño, la serenidad de sus quehaceres, el orden de sus comidas y
           la  buena salud  de  su  digestión.  Lo único que intrigó a Úrsula  después de  casi  dos meses de
           castigo, fue que Meme no se bañara en la mañana, como lo hacían todos, sino a las siete de la
           noche. Alguna vez pensó prevenirla contra los alacranes, pero Meme era tan esquiva con ella por
           la  convicción  de  que  la  había denunciado,  que  prefirió  no  perturbaría con impertinencias  de
           tatarabuela.  Las  mariposas  amarillas  invadían  la  casa  desde  el atardecer.  Todas  las  noches,  al
           regresar del baño, Meme encontraba a Fernanda desesperada, matando mariposas con la bomba
           de  insecticida. «Esto es una  desgracia -decía-.  Toda  la  vida  me  contaron  que las mariposas
           nocturnas llaman la mala suerte.» Una noche, mientras Meme estaba en el baño, Fernanda entró
           en su dormitorio por casualidad, y había tantas mariposas que apenas se podía respirar. Agarró
           cualquier  trapo  para  espantarlas,  y el  corazón se  le  helé  de  pavor  al  relacionar  los  baños
           nocturnos de  su  hija  con  las cataplasmas de  mostaza que rodaron   por el  suelo. No esperé un
           momento    oportuno, como   lo  hizo  la  primera vez. Al  día siguiente  invitó  a almorzar  al  nuevo
           alcalde,  que  como  ella  había bajado  de  los  páramos,  y le  pidió  que  estableciera  una guardia
           nocturna en el traspatio, porque tenía la impresión de que se estaban robando las gallinas. Esa
           noche, la guardia derribé a Mauricio Babilonia cuando levantaba las tejas para entrar en el baño
           donde  Meme   lo  esperaba,  desnuda y temblando    de  amor  entre  los  alacranes  y las  mariposas,
           como  lo  había hecho  casi  todas  las  noches  de  105 últimos  meses.  Un proyectil  incrustado  en  la
           columna vertebral lo redujo a cama por el resto de su vida. Murió de viejo en la soledad, sin un
           quejido,  sin una protesta,  sin una sola  tentativa de  infidencia,  atormentado  por  los  recuerdos  y





                                                            119
   114   115   116   117   118   119   120   121   122   123   124