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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


              -Vine a ver los nuevos modelos -dijo Meme.
              -Es un buen pretexto -dijo él.
              Meme   se  dio  cuenta de  que  se  estaba achicharrando  en  la  lumbre  de  su  altivez,  y buscó
           desesperadamente una manera de humillarlo. Pero él no le dio tiempo. «No se asuste -le dijo en
           voz baja-.  No  es  la  primera vez que  una mujer  se  vuelve  loca  por  un hombre.»  Se  sintió  tan
           desamparada que abandoné      el  taller sin  ver los nuevos modelos, y pasó la  noche de  extremo a
           extremo dando vueltas en la cama y llorando de indignación. El pelirrojo norteamericano, que en
           realidad empezaba a interesarle, le pareció una criatura en pañales. Fue entonces cuando cayó en
           la  cuenta  de  las  mariposas  amarillas  que  precedían  las  apariciones  de  Mauricio  Babilonia.  Las
           había visto  antes,  sobre  todo  en  el  taller  de  mecánica,  y había pensado  que  estaban fascinadas
           por  el  olor  de  la  pintura.  Alguna vez las  había sentido  revoloteando  sobre  su  cabeza en  la
           penumbra del cine. Pero cuando Mauricio Babilonia empezó a perseguiría, como un espectro que
           sólo ella identificaba en la multitud, comprendió que las mariposas amarillas tenían algo que ver
           con  él. Mauricio  Babilonia  estaba  siempre en  el  público de  los conciertos, en  el  cine, en  la  misa
           mayor, y ella no necesitaba verlo para descubrirlo, porque se lo indicaban las mariposas. Una vez
           Aureliano  Segundo se impacientó    tanto con  el  sofocante aleteo, que ella  sintió  el  impulso de
           confiarle su secreto, como se lo había prometido, pero el instinto le indicó que esta vez él no iba a
           reír como de costumbre: «Qué diría tu madre si lo supiera.» Una mañana, mientras podaban las
           rosas, Fernanda lanzó un grito de espanto e hizo quitar a Meme del lugar en que estaba, y que
           era el mismo del jardín donde subió a los cielos Remedios, la bella. Había tenido por un instante
           la impresión de que el milagro iba a repetirse en su hija, porque la había perturbado un repentino
           aleteo. Eran  las mariposas. Meme    las vio, como  si  hubieran  nacido  de  pronto  en  la  luz,  y el
           corazón le dio un vuelco. En ese momento entraba Mauricio Babilonia con un paquete que, según
           dijo, era un regalo de Patricia Brown. Meme se atraganté el rubor, asimilé la tribulación, y hasta
           consiguió  una sonrisa natural  para  pedirle  el  favor  de  que  lo  pusiera en  el  pasamanos  porque
           tenía los  dedos  sucios  de  tierra.  Lo  único  que  notó  Fernanda en  el  hombre  que  pocos  meses
           después había de expulsar de la casa sin recordar que lo hubiera visto alguna vez, fue la textura
           biliosa de su piel.
              -Es un hombre muy raro -dijo Fernanda-. Se le ve en la cara que se va a morir.
              Meme pensé que su madre había quedado impresionada por las mariposas. Cuando acabaron
           de podar el rosal, se lavé las manos y llevó el paquete al dormitorio para abrirlo. Era una especie
           de  juguete chino, compuesto por cinco cajas concéntricas, y en            la  última  una  tarjeta
           laboriosamente dibujada por alguien que apenas sabía escribir: Nos vemos el sábado en el cine.
           Meme   sintió  el  estupor  tardío  de  que  la  caja hubiera  estado  tanto  tiempo  en  el  pasamanos  al
           alcance  de  la  curiosidad de  Fernanda,  y aunque  la  halagaba la  audacia y el  ingenio  de  Mauricio
           Babilonia, la conmovió su ingenuidad de esperar que ella le cumpliera la cita. Meme sabía desde
           entonces  que  Aureliano  Segundo  tenía un compromiso    el  sábado  en  la  noche.  Sin embargo,  el
           fuego de la ansiedad la abrasó de tal modo en el curso de la semana, que el sábado convenció a
           su padre de que la dejara sola en el teatro y volviera por ella al terminar la función. Una mariposa
           nocturna revoloteó sobre su cabeza mientras las luces estuvieron encendidas. Y entonces ocurrió.
           Cuando las luces se apagaron, Mauricio Babilonia se sentó a su lado. Meme se sintió chapaleando
           en un tremedal de zozobra, del cual sólo podía rescatarla, como había ocurrido en el sueño, aquel
           hombre oloroso a aceite de motor que apenas distinguía en la penumbra.
              -Si no hubiera venido -dijo él-, no me hubiera visto más nunca.
              Meme sintió el peso de su mano en la rodilla, y supo que ambos llegaban en aquel instante al
           otro lado del desamparo.
              -Lo que me choca de ti -sonrió- es que siempre dices precisamente lo que no se debe.
              Se  volvió  loca  por  él.  Perdió  el  sueño  y  el  apetito,  y  se  hundió  tan profundamente  en  la
           soledad, que hasta su padre se le convirtió en un estorbo. Elaboré un intrincado enredo de com-
           promisos  falsos  para  desorientar  a Fernanda,  perdió  de  vista a sus  amigas,  saltó  por  encima de
           los convencionalismos para verse con Mauricio Babilonia a cualquier hora y en cualquier parte. Al
           principio le  molestaba su  rudeza. La primera vez  que se vieron  a solas, en  los prados desiertos
           detrás  del  taller  de  mecánica,  él  la  arrastré  sin misericordia  a un estado  animal  que  la  dejó
           extenuada.  Tardé  algún tiempo   en  darse  cuenta de  que  también aquella  era una forma de   la
           ternura,  y fue  entonces  cuando  perdió  el  sosiego,  y no  vivía sino  para  él,  trastornada por  la
           ansiedad de  hundirse  en  su  entorpecedor  aliento  de  aceite  refregado  con lejía.  Poco  antes  de  la
           muerte  de  Amaranta tropezó   de  pronto  con un espacio  de  lucidez dentro  de  la  locura,  y tembló



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