Page 117 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           lunetas reconoció a su hija. La aturdidora emoción del acierto le impidió ver al hombre con quien
           se estaba besando, pero alcanzó a percibir su voz trémula en medio de la rechifla y las risotadas
           ensordecedoras del público. «Lo siento, amor», le oyó decir, y sacó a Meme del salón sin decirle
           una  palabra,  y  le  sometió  a  la  vergüenza  de  llevarla  por  la  bulliciosa  calle  de  los  Turcos,  y  la
           encerró con llave en el dormitorio.
              Al  día siguiente,  a las  seis  de  la  tarde,  Fernanda reconoció  la  voz del  hombre  que  fue  a
           visitarla. Era joven, cetrino, con unos ojos oscuros y melancólicos que no le habrían sorprendido
           tanto  si  hubiera  conocido  a los  gitanos,  y un aire  de  ensueño  que  a cualquier  mujer  de  corazón
           menos rígido le habría bastado para entender los motivos de su hija. Vestía de lino muy usado,
           con  zapatos defendidos desesperadamente       con  cortezas superpuestas de    blanco de   cinc, y
           llevaba en la mano un canotier comprado el último sábado. En su vida no estuvo ni estaría más
           asustado que en aquel momento, pero tenía una dignidad y un dominio que lo ponían a salvo de
           la humillación, y una prestancia legítima que sólo fracasaba en las manos percudidas y las uñas
           astilladas por el trabajo rudo. A Fernanda, sin embargo, le basté el verlo una vez para intuir su
           condición de menestral. Se dio cuenta de que llevaba puesta su única muda de los domingos, y
           que  debajo  de  la  camisa  tenía la  piel  carcomida por  la  sarna de  la  compañía  bananera.  No  le
           permitió  hablar.  No  le  permitió  siquiera  pasar  de  la  puerta que  un momento  después  tuvo  que
           cerrar porque la casa estaba llena de mariposas amarillas.
              -Lárguese -le dijo-. Nada tiene que venir a buscar entre la gente decente.
              Se llamaba Mauricio Babilonia. Había nacido y crecido en Macondo, y era aprendiz de mecánico
           en  los talleres de  la  compañía  bananera. Meme  lo  había conocido  por casualidad, una  tarde en
           que fue con Patricia Brown a buscar el automóvil para dar un paseo por las plantaciones. Como el
           chófer estaba enfermo, lo encargaron a él de conducirlas, y Meme pudo al fin satisfacer su deseo
           de sentarse junto al volante para observar de cerca el sistema de manejo. Al contrario del chófer
           titular, Mauricio Babilonia le hizo una demostración práctica. Eso fue por la época en que Meme
           empezó   a frecuentar  la  casa  del  señor  Brown,  y todavía se  consideraba indigno  de  damas  el
           conducir  un  automóvil.  Así que  se  conformó  con  la  información  teórica  y  no  volvió  a  ver  a
           Mauricio Babilonia en varios meses. Más tarde había de recordar que durante el paseo le llamó la
           atención su belleza varonil, salvo la brutalidad de las manos, pero que después había comentado
           con Patricia Brown la molestia que le produjo su seguridad un poco altanera. El primer sábado en
           que  fue  al cine  con  su  padre,  volvió  a  ver  a  Mauricio  Babilonia  con  su  muda  de  lino,  sentado  a
           poca distancia de ellos, y advirtió que él se desinteresaba de la película por volverse a mirarla, no
           tanto  por  verla como  para  que  ella  notara  que  la  estaba mirando.  A Meme    le  molestó  la
           vulgaridad de aquel sistema. Al final, Mauricio Babilonia se acercó a saludar a Aureliano Segundo,
           y sólo  entonces  se  enteró  Meme  de  que  se  conocían,  porque  él  había trabajado  en  la  primitiva
           planta eléctrica de  Aureliano  Triste,  y trataba a su  padre  con una actitud de  subalterno.  Esa
           comprobación la alivió del disgusto que le causaba su altanería. No se habían visto a solas, ni se
           habían cruzado   una palabra distinta del  saludo,  la  noche  en  que  soñó  que  él  la  salvaba de  un
           naufragio  y  ella  no  experimentaba un sentimiento  de  gratitud sino  de  rabia.  Era como  haberle
           dado  una oportunidad que    él  deseaba,  siendo  que  Meme  anhelaba lo   contrario,  no  sólo  con
           Mauricio  Babilonia,  sino  con  cualquier  otro  hombre  que  se  interesara  en  ella.  Por  eso  le  indignó
           tanto  que  después   del  sueño,  en  vez de  detestarlo,  hubiera  experimentado   una urgencia
           irresistible de verlo. La ansiedad se hizo más intensa en el curso de la semana, y el sábado era
           tan apremiante que tuvo que hacer un grande esfuerzo para que Mauricio Babilonia no notara al
           saludarla en el cine que se le estaba saliendo el corazón por la boca. Ofuscada por una confusa

           sensación de placer y rabia, le tendió la mano por primera vez, y sólo entonces Mauricio Babilonia
           se permitió  estrechársela. Meme    alcanzó en   una  fracción  de  segundo a arrepentirse de    su
           impulso, pero el  arrepentimiento se transformó   de  inmediato en  una  satisfacción  cruel,  al  com-
           probar  que  también la  mano   de  él  estaba sudorosa  y helada.  Esa noche  comprendió   que  no
           tendría un instante  de  sosiego  mientras  no  le  demostrara  a Mauricio  Babilonia la  vanidad de  su
           aspiración,  y pasó  la  semana revoloteando  en  torno  de  esa ansiedad.  Recurrió  a toda clase  de
           artimañas  inútiles  para  que  Patricia  Brown  la  llevara  a  buscar  el automóvil.  Por  último,  se  valió
           del  pelirrojo  norteamericano  que por esa  época  fue a  pasar vacaciones en  Macondo, y con   el
           pretexto  de  conocer los nuevos modelos de    automóviles se hizo  llevar a los talleres. Desde el
           momento en que lo vio, Meme dejó de engañarse a sí misma, y comprendió que lo que pasaba en
           realidad era que no podía soportar los deseos de estar a solas con Mauricio Babilonia, y la indigné
           la certidumbre de que éste lo había comprendido al verla llegar.



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