Page 7 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           mataron  y asaron  un  venado, pero se conformaron    con  comer la  mitad  y salar el  resto para  los
           próximos   días.  Trataban de   aplazar  con esa precaución    la  necesidad de   seguir  comiendo
           guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días,
           no  volvieron  a  ver  el sol.  El suelo  se  volvió  blando  y  húmedo,  como  ceniza  volcánica,  y  la
           vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros
           y  la  bullaranga  de  los  monos,  y  el mundo  se  volvió  triste  para  siempre.  Los  hombres  de  la
           expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad
           y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes
           y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi
           sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por
           una  tenue  reverberación  de  insectos luminosos y con  los pulmones agobiados por un    sofocante
           olor  de  sangre.  No  podían regresar,  porque  la  trocha que  iban abriendo  a su  paso  se  volvía  a
           cerrar en  poco tiempo, con   una  vegetación   nueva que casi   veían  crecer ante  sus ojos. «No
           importa  -decía  José Arcadio Buendía-. Lo esencial      es no   perder la  orientación.»  Siempre
           pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron
           salir  de  la  región  encantada.  Era una noche  densa,  sin estrellas,  pero  la  oscuridad estaba
           impregnada por    un aire  nuevo   y limpio.  Agotados  por  la  prolongada travesía,  colgaron  las
           hamacas   y durmieron a fondo   por  primera vez en  dos  semanas.  Cuando  despertaron,  ya con el
           sol  alto,  se  quedaron  pasmados  de  fascinación.  Frente  a ellos,  rodeado  de  helechos  y palmeras,
           blanco  y  polvoriento  en  la  silenciosa  luz  de  la  mañana,  estaba  un  enorme  galeón  español.
           Ligeramente   volteado  a  estribor,  de  su  arboladura  intacta  colgaban  las  piltrafas  escuálidas  del
           velamen,   entre jarcias adornadas de    orquídeas. El  casco, cubierto  con  una  tersa coraza  de
           rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la
           estructura  parecía ocupar  un ámbito  propio,  un espacio  de  soledad y de  olvido,  vedado  a los
           vicios  del  tiempo  y a las  costumbres  de  los  pájaros.  En  el  interior,  que  los  expedicionarios
           exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.
              El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el ímpetu de José Arcadio
           Buendía.  Consideraba como    una burla de   su  travieso  destino  haber  buscado  el  mar  sin en-
           contrarlo, al  precio  de  sacrificios y penalidades sin  cuento, y haberlo encontrado  entonces sin
           buscarlo, atravesado   en  su  camino  como   un  obstáculo insalvable. Muchos años después, el
           coronel Aureliano Buendía volvió a travesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo,
           y  lo  único  que  encontró  de  la  nave  fue  el costillar  carbonizado  en  medio  de  un  campo  de
           amapolas.  Sólo  entonces  convencido  de  que  aquella  historia  no  había sido  un engendro  de  la
           imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en
           tierra  firme.  Pero  José  Arcadio  Buendía no  se  planteó  esa inquietud cuando  encontró  el  mar,  al
           cabo  de  otros  cuatro  días  de  viaje,  a doce  kilómetros  de  distancia del  galeón.  Sus  sueños
           terminaban   frente  a ese mar color de  ceniza, espumoso y sucio, que no    merecía los riesgos y
           sacrificios de su aventura.
              -¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas partes.
              La  idea  de  un  Macondo peninsular  prevaleció  durante mucho tiempo, inspirada   en  el  mapa
           arbitrario  que  dibujó  José  Arcadio  Buendía al  regreso  de  su  expedición.  Lo  trazó  con rabia,  exa-
           gerando de   mala  fe las dificultades de  comunicación, como   para castigarse a sí  mismo por la
           absoluta  falta  de  sentido  con  que  eligió  el lugar.  «Nunca  llegaremos  a  ninguna  parte  -se  la-
           mentaba ante Úrsula-. Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia.»
           Esa  certidumbre,  rumiada  varios  meses  en  el cuartito  del laboratorio,  lo  llevó  a  concebir  el
           proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez, Úrsula se anticipó a sus
           designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la
           aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. José
           Arcadio  Buendía no  supo  en  qué  momento,  ni  en  virtud de  qué  fuerzas  adversas,  sus  planes  se
           fueron  enredando en   una  maraña  de  pretextos, contratiempos y evasivas, hasta   convertirse en
           pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió por él un poco
           de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus
           sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dejó
           terminar. Lo dejó  clavar las cajas y poner sus iniciales encima  con  un  hisopo  entintado, sin  ha-
           cerle  ningún reproche,  pero  sabiendo  ya que  él  sabía (porque  se  lo  oyó  decir  en  sus  sordos
           monólogos) que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo cuando empezó a





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