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Contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Desde luego, yo te lo voy a contar todo punto por punto. Soy de Alibante,
donde habito una ilustre mansión, e hijo del soberano Afidante Polipemónida.
Y mi nombre es Epérito. Pero un dios me desvió de Sicania para traerme aquí
contra mi voluntad. Mi nave está varada ahí, frente a estos campos, lejos de la
ciudad. Por otra parte, éste es ya el quinto año desde aquel en que de allí partió
Odiseo y dejó atrás mi tierra patria. ¡Desdichado! Pero los augurios le eran
favorables, diestros. Contento con ellos yo lo despedía, y también él zarpaba
alegre en su partida. Nuestro ánimo confiaba en que aún nos reuniríamos e
intercambiaríamos regalos espléndidos gracias a nuestra hospitalidad».
Así habló, y al otro le envolvió la nube negra de la pena. Cogiendo con sus
manos el polvo ceniciento lo vertía sobre su cabeza, entre densos sollozos. A
Odiseo se le acongojó el ánimo, y le subió a las narices un amargo regusto al
ver así a su padre. Se abalanzó a besarle y abrazarle mientras le decía:
«¡Soy yo, estoy aquí, padre, soy ese por el que tú preguntas! He vuelto a
los veinte años a mi tierra patria. Conque contén el llanto y tus sollozos y
lágrimas. Te lo voy a explicar, y conviene hacerlo enseguida. He matado a los
pretendientes en mi palacio, vengándome de su infamante ultraje y sus
malignos actos».
Le respondía, a su vez, Laertes, que dijo:
«Si es cierto que has vuelto, Odiseo, hijo mío, dame una seña evidente,
para que me quede convencido».
Respondiéndole dijo el muy astuto Odiseo:
«Primero observa con tus ojos esta herida, la que me causó en el Parnaso
un jabalí de blanco colmillo cuando anduve por allí. Me habíais enviado tú y
mi señora madre en pos de Autólico, el querido padre de mi madre, para
recoger los regalos que, en su visita aquí, me había prometido y guardado.
Pero, además, deja que te hable de los árboles de este bien cultivado huerto
que antaño me diste, y que yo cada vez te pedía cuando era niño, mientras te
acompañaba por el majuelo. Paseábamos entre ellos, y tú me los nombrabas
uno por uno. Me diste trece perales y diez manzanos, y cuarenta higueras. De
igual manera prometiste darme cincuenta ringleras de vides, que maduraban
unas tras otras, pues hay aquí racimos de uvas muy varias, cuando las
estaciones de Zeus las hacen madurar desde el cielo».
Así habló, y a su padre le flojearon las rodillas y el corazón, al reconocer
las señas tan claras que le dio Odiseo. Alrededor de su querido hijo tendió los
brazos, y el muy sufrido divino Odiseo lo recogió medio desfallecido. Después
que se hubo reanimado y recuperó el ánimo en su pecho de nuevo, respondió a
sus palabras y dijo: