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esta sala, en espera hace tiempo».

                   Cuando  así  dijo,  Dolio  corrió  a  su  encuentro  tendiéndole  sus  brazos,  y,
               tomando  las  manos  de  Odiseo,  las  besaba  en  las  muñecas.  Y  hablándole  le
               decía estas palabras aladas:

                   «¡Oh amigo, por fin has vuelto a nosotros, que muchísimo lo anhelábamos,
               y  ya  apenas  lo  creíamos,  y  te  han  traído  los  mismos  dioses!  ¡Salud,  sé

               bienvenido, y que los dioses te den felicidad! Cuéntamelo del todo, para que
               me entere de cabo a rabo. ¿Ya está enterada la prudente Penélope de que tú
               estás aquí de vuelta, o le enviamos un mensajero?».

                   Repondiéndole le dijo el muy astuto Odiseo:

                   «Anciano, ya lo sabe. ¿Por qué vas a preocuparte por eso?».

                   Así dijo, y él de nuevo se sentó sobre la bien pulida silla. De igual modo
               los hijos de Dolio vinieron a saludar al famoso Odiseo con sus palabras y a

               darle sus manos, y se sentaron, uno tras otro, junto a Dolio, su padre. Mientras
               en la casa se dedicaban a la comida, corría veloz como un mensajero por la
               ciudad, por todas partes, el rumor que hablaba de la terrible matanza y final de
               los pretendientes. La gente, al oírlo, acudía sin parar, cada uno por su lado,
               entre lamentos y gemidos, hasta las puertas de la casa de Odiseo. De la misma
               sacaban los muertos y cada uno se llevaba los suyos para enterrarlos, y a los de
               otras ciudades se los entregaban a los pescadores para que los transportaran,

               depositados  en  sus  raudas  naves,  a  la  casa  de  cada  uno.  Los  hombres  se
               dirigieron  todos  al  ágora,  con  el  corazón  acongojado,  y  luego  que  allí  se
               juntaron y estuvieron reunidos, entre ellos se alzó Eupites y les arengó. En su
               interior sentía una pena irrestañable por su hijo, por Antínoo, al que mató el
               primero el divino Odiseo. Derramando llanto por él, tomó la palabra y dijo:

                   «¡Ah, amigos, qué gran ruina causó este hombre a los aqueos! A los unos
               los arrastró, a muchos y nobles, en sus naves, y perdió las cóncavas naves y

               perdió sus tropas. A otros, con mucho los más nobles de los cefalenios, los
               mató a su regreso. Así que, venga, antes de que él se escape a toda prisa a
               Pilos,  o  a  la  divina  Elide,  donde  ejercen  su  poder  los  epeos,  vamos.  O  de
               nuevo,  para  siempre,  quedaremos  abatidos.  Infamia  será  pues  esto  al
               difundirse entre los venideros, si no nos vengamos de los asesinos de nuestros

               hijos y hermanos. Para mí, en mi corazón, no puede ser dulce la vida, sino que
               preferiría morir enseguida y estar entre los muertos. Pongámonos en marcha,
               no sea que se nos anticipen atravesando el mar».

                   Así hablaba derramando su llanto, y el pesar invadió a todos los aqueos.
               Pero  ante  él  llegaron  Medonte  y  el  divino  aedo  de  la  mansión  de  Odiseo,
               después de haberlos dejado el sueño, y los dos se plantaron allí en medio. El
               asombro los retuvo a todos. Entre ellos tomó la palabra Medonte, de juicioso
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