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criterio:

                   «¡Prestadme  ahora  oídos,  itacenses!  Porque  Odiseo  ha  realizado  estas
               acciones con la aprobación de los dioses inmortales. Yo mismo vi a un dios
               inmortal,  que  estaba  en  pie  junto  a  Odiseo  y  se  asemejaba  en  el  aspecto  a
               Méntor. El dios inmortal se mostraba unas veces ante Odiseo dándole valor, y
               otras  asustaba  y  acosaba  a  los  pretendientes  en  el  salón,  y  ellos  caían
               amontonándose».


                   Así habló y a todos los otros les invadió un pálido terror. Entre ellos tomó
               la  palabra  el  viejo  héroe  Haliterses  Mastórida,  que  era  el  único  que  veía
               pasado y futuro. Con benévola intención tomó la palabra y dijo:

                   «Prestadme ahora atención, itacenses, a lo que os voy a decir. Por vuestra
               maldad, amigos, ocurrieron estas cosas. Porque no me hicisteis caso a mí, ni a
               Méntor,  pastor  de  pueblos,  para  detener  las  locuras  de  vuestros  hijos,  que

               segaban los bienes y deshonraban a la esposa de un hombre magnífico, que
               afirmaban que no iba a volver. ¡Hacedlo ahora, escuchadme, tal como yo os
               digo! ¡No vayamos, para que nadie encuentre una desgracia buscada!».

                   Así dijo. Los unos se marcharon con gran griterío, más de la mitad: los
               otros se quedaron congregados allí. A los primeros no les gustó, en su corazón,
               el  último  consejo,  sino  que  obedecían  al  de  Eupites,  y  al  momento  se

               abalanzaron en busca de sus armas. Después de haber revestido el reluciente
               bronce,  se  reunieron  en  pelotón  ante  la  espaciosa  ciudad.  A  éstos  los
               capitaneaba Eupites con insensato empeño. Se figuraba él que iba a vengar la
               muerte de su hijo; pero no regresaría, sino que iba allí al encuentro de un fatal
               destino.

                   Por otro lado, Atenea hablaba con Zeus Crónida:

                   «Padre nuestro Crónida, el más sublime de los poderosos, contesta a mi
               pregunta: ¿qué late en el interior de tu mente? ¿Llevarás más lejos la dañina

               guerra  y  la  cruel  contienda,  o  vas  a  reimplantar  la  amistad  entre  unos  y
               otros?».

                   Respondiéndole a ella le dijo Zeus que amontona las nubes:

                   «Hija  mía,  ¿por  qué  sobre  eso  me  preguntas  e  interrogas?  ¿Acaso  no
               decidiste tú misma ese plan de que Odiseo castigara a ésos a su regreso? Actúa
               como quieras. Pero te advertiré lo que me parece conveniente. Puesto que ya

               Odiseo ha dado castigo a los pretendientes, que pacten juramentos leales y él
               reine para siempre. Y nosotros, por nuestra parte, facilitemos el olvido de la
               matanza de hijos y hermanos. Que convivan en amistad los unos y los otros,
               como en el pasado, y que haya prosperidad y paz en abundancia».

                   Diciendo  esto  apremió  a  Atenea,  que  ya  lo  deseaba,  y  ella  descendió
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