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Tindáreo, que mató a su esposo legítimo y será tema para cantos de odio entre
las gentes y dará mala fama a todas las mujeres, incluso a la que sea decente».
Así ellos hablaban unos con otros de aquellos sucesos, erguidos en las
mansiones de Hades, en sus cavernas subterráneas.
Los otros, una vez que salieron de la ciudad, alcanzaron pronto el campo
bien trabajado de Laertes, que antaño había adquirido el mismo Laertes,
después de muchas fatigas. Allí tenía su casa, con un cobertizo a su alrededor,
en el que solían comer, descansar y dormir sus siervos de ordinario, los que
laboraban a sus órdenes. Había allí una mujer, una anciana de Sicilia, que
cuidaba solícitamente del viejo en el campo lejos de la ciudad. Odiseo dijo
entonces a sus criados y a su hijo estas palabras:
«Vosotros entrad ahora en la bien construida casa, y para la comida
sacrificad al momento el mejor de los cerdos. Yo, por mi cuenta, voy a poner a
prueba a mi padre, a ver si me reconoce y me identifica con sus ojos, o si me
desconoce, al estar ausente desde hace tantísimo tiempo».
Después de decir esto, dio a sus siervos sus arreos guerreros. Ellos fueron
enseguida hacia la casa, mientras Odiseo se acercaba al viñedo de hermosos
frutos para su experimento. No encontró a Dolio, al descender hacia el amplio
majuelo, ni a ningún otro de los siervos ni a sus hijos, sino que ellos se habían
ido a recoger espinos para construir una cerca del viñedo, y el anciano les
acompañaba como guía por el camino.
Encontró a su padre solo en la viña bien cultivada acollando una planta.
Vestía una túnica mugrienta, con remiendos, andrajosa, y en torno a sus
piernas se había anudado unas polainas revestidas de piel, para evitar los
raspones, y en las manos unas manoplas contra las zarzas. Además llevaba en
la cabeza un gorro de pellejo de cabra. Le agobiaba la pena. En cuanto el muy
sufrido divino Odiseo lo vio, quebrantado por la vejez, con esa gran
pesadumbre en su ánimo, se detuvo bajo un muy alto peral y se echó a llorar.
Vaciló luego en su mente y su ánimo si besaría y abrazaría a su padre y se lo
contaría todo, cómo había regresado y alcanzado su tierra patria, o si
comenzaría preguntándole y poniéndole a prueba. Esto le pareció, al
reflexionarlo, que era lo mejor: en primer lugar le interrogaría con palabras
burlonas. Pensando así, se fue derecho a él el divino Odiseo, mientras el
anciano, cabizbajo, ahondaba la tierra para plantar una lechuga.
Llegando a su lado, le dirigió la palabra su ilustre hijo:
«Viejo, bien se ve tu pericia en el cuidado del huerto, ya que todo está bien
atendido, y no hay nada, ninguna planta, ni higuera ni vid ni olivo, ni peral ni
hortalizas sin cuidado en tu campo. Sin embargo, voy a decirte algo más y tú
no te enfades por ello en tu ánimo. De ti mismo tienes muy poco cuidado, pues