Page 252 - La Odisea alt.
P. 252

Tindáreo, que mató a su esposo legítimo y será tema para cantos de odio entre
               las gentes y dará mala fama a todas las mujeres, incluso a la que sea decente».

                   Así  ellos  hablaban  unos  con  otros  de  aquellos  sucesos,  erguidos  en  las
               mansiones de Hades, en sus cavernas subterráneas.

                   Los otros, una vez que salieron de la ciudad, alcanzaron pronto el campo
               bien  trabajado  de  Laertes,  que  antaño  había  adquirido  el  mismo  Laertes,

               después de muchas fatigas. Allí tenía su casa, con un cobertizo a su alrededor,
               en el que solían comer, descansar y dormir sus siervos de ordinario, los que
               laboraban  a  sus  órdenes.  Había  allí  una  mujer,  una  anciana  de  Sicilia,  que
               cuidaba solícitamente del viejo en el campo lejos de la ciudad. Odiseo dijo
               entonces a sus criados y a su hijo estas palabras:

                   «Vosotros  entrad  ahora  en  la  bien  construida  casa,  y  para  la  comida
               sacrificad al momento el mejor de los cerdos. Yo, por mi cuenta, voy a poner a

               prueba a mi padre, a ver si me reconoce y me identifica con sus ojos, o si me
               desconoce, al estar ausente desde hace tantísimo tiempo».

                   Después de decir esto, dio a sus siervos sus arreos guerreros. Ellos fueron
               enseguida hacia la casa, mientras Odiseo se acercaba al viñedo de hermosos
               frutos para su experimento. No encontró a Dolio, al descender hacia el amplio
               majuelo, ni a ningún otro de los siervos ni a sus hijos, sino que ellos se habían

               ido  a  recoger  espinos  para  construir  una  cerca  del  viñedo,  y  el  anciano  les
               acompañaba como guía por el camino.

                   Encontró a su padre solo en la viña bien cultivada acollando una planta.
               Vestía  una  túnica  mugrienta,  con  remiendos,  andrajosa,  y  en  torno  a  sus
               piernas  se  había  anudado  unas  polainas  revestidas  de  piel,  para  evitar  los
               raspones, y en las manos unas manoplas contra las zarzas. Además llevaba en
               la cabeza un gorro de pellejo de cabra. Le agobiaba la pena. En cuanto el muy

               sufrido  divino  Odiseo  lo  vio,  quebrantado  por  la  vejez,  con  esa  gran
               pesadumbre en su ánimo, se detuvo bajo un muy alto peral y se echó a llorar.
               Vaciló luego en su mente y su ánimo si besaría y abrazaría a su padre y se lo
               contaría  todo,  cómo  había  regresado  y  alcanzado  su  tierra  patria,  o  si
               comenzaría  preguntándole  y  poniéndole  a  prueba.  Esto  le  pareció,  al
               reflexionarlo, que era lo mejor: en primer lugar le interrogaría con palabras
               burlonas.  Pensando  así,  se  fue  derecho  a  él  el  divino  Odiseo,  mientras  el

               anciano, cabizbajo, ahondaba la tierra para plantar una lechuga.

                   Llegando a su lado, le dirigió la palabra su ilustre hijo:

                   «Viejo, bien se ve tu pericia en el cuidado del huerto, ya que todo está bien
               atendido, y no hay nada, ninguna planta, ni higuera ni vid ni olivo, ni peral ni
               hortalizas sin cuidado en tu campo. Sin embargo, voy a decirte algo más y tú
               no te enfades por ello en tu ánimo. De ti mismo tienes muy poco cuidado, pues
   247   248   249   250   251   252   253   254   255   256   257