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«¡Padre Zeus, en verdad que aún veláis los dioses en el vasto Olimpo,
puesto que definitivamente los pretendientes han pagado su desenfrenada
soberbia! Pero ahora siento temor en mi ánimo de que a toda prisa todos los
itacenses acudan aquí, y por doquier se difundan esas noticias a las ciudades
de Cefalonia».
Respondiéndole le dijo el muy astuto Odiseo:
«No temas. Que eso no te preocupe en la mente. Mas vayamos a la casa
que está junto al huerto. Allí envié por delante a Telémaco y al vaquero y al
porquerizo, para que nos prepararan pronto la comida».
Charlando así los dos se dirigieron a la hermosa casa. Al llegar a las
confortables estancias hallaron a Telémaco, al vaquero y al porquerizo que
troceaban abundantes carnes y mezclaban el vino rojizo. Para la ocasión la
esclava siciliana bañó y ungió con aceites al magnánimo Laertes ya dentro de
la casa, y le vistió con una hermosa túnica. A su vez Atenea acudió a su vera y
revigorizó a este pastor de pueblos y lo dejó más erguido y robusto que antes
en su aspecto. Al salir de la bañera lo contempló admirado y con asombro su
querido hijo, al verlo semejante en su aspecto a los dioses inmortales.
Dirigiéndose a él le decía estas palabras aladas:
«¡Padre, sin duda alguno de los dioses que existen para siempre te ha
hecho de aspecto más hermoso en tu figura y tu porte!».
A su vez le replicaba el juicioso Laertes:
«¡Ojalá, pues, Zeus Padre, Atenea y Apolo, tal como era cuando conquisté
Nérico, ciudadela bien fortificada, en la ribera del continente, cuando yo
acaudillaba a los cefalenios, tal hubiera sido yo ayer en palacio con armas en
mis hombros para enfrentarme y ayudarte contra los pretendientes! ¡Entonces
habría hecho doblar las rodillas de muchos en las salas y tú te habrías
reconfortado en tu ánimo!».
Así hablaban en estos términos uno con otro. Luego que hubieron acabado
su tarea y dispuesto la comida, uno tras otro se sentaron en las sillas y bancos.
Se pusieron entonces a comer. Pero en ese momento llegó el viejo Dolio, y con
él los hijos del anciano, presurosos desde el campo, porque los había llamado
a toda prisa su madre, la vieja siciliana, que les daba de comer y los atendía
solícitamente, aunque entrada en la vejez.
Así que, apenas vieron a Odiseo y le reconocieron en su ánimo, se
detuvieron estupefactos en el pórtico. Entonces Odiseo se les acercó y con
amables palabras les dijo:
«Anciano, siéntate a comer, y dejad la expresión de asombro. Hace ya rato
que estamos preparados para echar mano a la comida y os aguardábamos en