Page 250 - La Odisea alt.
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Mientras de este modo ellos hablaban de estas cosas entre sí, muy cerca se
               les  presentó  el  mensajero  Argifonte,  que  conducía  las  almas  de  los
               pretendientes  muertos  por  Odiseo.  Ambos  se  dirigieron  asombrados  a  su
               encuentro, apenas los vieron, y el alma de Agamenón Atrida reconoció al hijo
               querido de Melaneo, al muy ilustre Anfimedonte. Porque fue huésped suyo,
               cuando visitó Ítaca. Se apresuró a dirigirle la palabra el alma del Atrida:

                   «Anfimedonte,  ¿qué  habéis  sufrido  para  hundiros  juntos  en  la  tenebrosa

               tierra, todos de tan selecta estirpe y de la misma edad? Si uno los escogiera, no
               elegiría  de  otro  modo  a  los  mejores  hombres  de  vuestra  ciudad.  ¿Acaso  a
               vosotros en vuestros navíos os sometió Poseidón, levantando terribles vientos
               y enormes olas, o acaso os aniquilaron los enemigos en tierra firme cuando les
               robabais las vacas o los buenos rebaños de ovejas, o fue tal vez combatiendo

               por una ciudad y sus mujeres? Contesta a mi pregunta. Me ufano de ser tu
               huésped. ¿Es que no recuerdas cuando bajé allí a vuestra casa en compañía del
               divino Menelao para animar a Odiseo a que nos acompañara contra Troya en
               las  naves  de  buenos  bancos  de  remos?  Durante  un  mes  entero  surcamos  la
               ancha alta mar después de convencer a duras penas a Odiseo, destructor de
               ciudades».

                   A su vez le contestó el alma de Anfimedonte:

                   «Gloriosísimo  Atrida,  señor  de  las  tropas,  Agamenón,  guardo  recuerdo,

               vástago  de  Zeus,  de  todo  cuanto  dices.  Y  voy  yo  a  referirte  todo,  muy
               puntualmente,  sobre  el  triste  final  de  nuestra  muerte,  cómo  sucedió.
               Cortejábamos a la mujer de Odiseo, ausente largo tiempo. Ella ni rechazaba un
               matrimonio odioso, ni lo admitía, meditando contra nosotros la muerte y el
               negro  destino.  Así  que  en  su  mente  planeó  este  otro  engaño:  colocó  en  su

               cámara un gran telar y tejía una tela sutil y muy amplia. Por el momento nos
               dijo:  “Jóvenes  pretendientes  míos,  ya  que  ha  muerto  el  divino  Odiseo,
               aguardad,  si  deseáis  mi  boda,  hasta  que  acabe  este  manto,  y  que  no  se  me
               estropeen  los  hilos,  como  sudario  para  el  héroe  Laertes,  para  cuando  lo
               arrebate el funesto sino de su implacable muerte, a fin de que ninguna de las
               aqueas  en  el  pueblo  me  censure  si  ése  que  consiguió  gran  riqueza  yace  sin
               digna mortaja”.


                   »Así  dijo,  y  nuestro  noble  ánimo  se  dejó  entonces  persuadir.  Desde
               entonces hilaba durante todo el día la gran tela, y por las noches la destejía, a
               la luz de las antorchas. Así durante tres años nos pasó inadvertida, y engañaba
               a los aqueos; mas al llegar el cuarto año y pasar las estaciones, cumplidos los
               meses y transcurridos numerosos días, entonces, al fin, la delató una de sus
               mujeres, que lo había visto todo, y la sorprendimos deshaciendo el refulgente
               tejido.  Así  que  lo  acabó  contra  su  voluntad,  obligada.  Y  cuando  ya  sacó  el

               tejido, cuando tenía hilada la gran tela, y la hubo lavado, esplendorosa como el
               sol  o  la  luna,  justo  entonces  de  algún  lado  trajo  una  divinidad  perversa  a
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