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CANTO XXIV


                   Hermes Cilenio convocaba a las almas de los pretendientes. Llevaba en sus
               manos su hermosa varita de oro, con la que subyuga los ojos de los humanos,
               según quiere, y por otro lado despierta a los durmientes. Con ella los ponía en

               movimiento y los guiaba y sus almas le seguían. Como cuando en el fondo de
               una cueva tenebrosa los murciélagos revolotean entre chillidos, cuando alguno
               de la bandada se descuelga de la roca, porque penden apretujados unos con
               otros,  así  ellos  entre  agudos  chillidos  marchaban  en  tropel.  Los  conducía
               Hermes,  el  Benéfico,  por  las  lóbregas  sendas.  Pasaron  más  allá  de  las
               corrientes del Océano y de la Roca Blanca, pasaron más allá de las Puertas del
               Sol y del País de los Sueños, y no tardaron en llegar al prado de los asfódelos,

               donde habitan las almas, imágenes de los difuntos.

                   Encontraron  al  alma  del  Pelida  Aquiles,  y  la  de  Patroclo,  y  la  del
               irreprochable Antíloco, y la de Ayante, que fue entre los dánaos el mejor en
               aspecto  y  estatura  después  del  irreprochable  hijo  de  Peleo.  Pues  estaban
               congregados  en  torno  a  éste.  Y  junto  a  ellos  llegó  el  alma  del  Atrida
               Agamenón, atribulada. Con él se habían reunido otras, las de todos aquellos
               que perecieron en la mansión de Egisto y así concluyeron su destino. A él le

               habló, en primer lugar, el alma del Pelida:

                   «Atrida, creíamos que a Zeus que se divierte con el rayo tú le eras querido
               por  encima  de  todos  los  héroes  siempre,  pues  reinabas  sobre  numerosos  y
               valerosos guerreros en el país de los troyanos, cuando padecíamos pesares los
               aqueos. Por lo visto también a ti muy pronto iba a derribarte el funesto destino,
               del que nadie escapa una vez que ha nacido. ¡Ojalá que rodeado del honor con

               que ejercías tu soberanía hubieras hallado la muerte y el destino en el país de
               los  troyanos!  Entonces  te  habrían  edificado  tu  tumba  los  aqueos  todos  y
               habríais  cosechado  una  gran  fama  para  tu  hijo.  Pero  te  estaba  destinado
               sucumbir en una tristísima muerte».

                   Le respondió a su vez el alma del Atrida:

                   «¡Feliz tú, hijo de Peleo, Aquiles semejante a los dioses, que pereciste en

               Troya, lejos de Argos! A tu lado cayeron muertos otros, los mejores hijos de
               los  troyanos  y  de  los  aqueos,  batallando  por  ti.  Tú  yacías  en  un  turbión  de
               polvo tendido en gran espacio, olvidado del arte de guiar los carros de guerra.
               Nosotros  todo  el  día  batallamos.  Y  no  hubiéramos  abandonado  del  todo  la
               lucha si no nos hubiera hecho dejarla Zeus con su tormenta. Luego, cuando te
               hubimos sacado del tumulto hacia las naves, te colocamos sobre un lecho, tras
               lavar  tu  hermosa  piel  con  agua  tibia  y  con  aceites.  Por  ti  muchas  lágrimas
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