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desde un comienzo, su funesta locura, que para nosotros fue el principio de
nuestra pesadumbre.
»Pero ahora, cuando ya has revelado las señas muy evidentes de nuestro
lecho, que ningún otro mortal había visto, sino solos tú y yo, y una única
sierva, Actóride, que me dio mi padre cuando me vine aquí, la que estuvo
velando a las puertas de nuestro sólido tálamo, has persuadido mi ánimo,
aunque era muy inflexible».
Así habló, y a él todavía más le suscitó el ansia de llorar. Y lloraba
abrazando a su dulce esposa, de sagaz pensamiento. Como cuando se muestra
la tierra ansiada ante los nadadores a los que Poseidón les destrozó la ágil nave
en alta mar, atropellada por el vendaval y el denso oleaje, y tan sólo unos
pocos escaparon del espumoso mar nadando hacia la tierra firme, con el salitre
incrustado en la piel, y alcanzaron ansiosos la tierra, huidos de la muerte, así
de anhelado llegaba para ella su esposo, ahora ante sus ojos. No desprendía
nunca de su cuello sus blancos brazos, y en medio de sus sollozos le habría
llegado la Aurora de rosáceos dedos, de no ser porque otra cosa ideó la diosa
de glaucos ojos, Atenea. Contuvo los márgenes de la larga noche, y a la par
retenía a la Aurora de áureo trono junto al océano, sin dejarla uncir sus
caballos de raudas patas, Lampo y Faetonte, los corceles que transportan a la
Aurora, para llevar la luz a los humanos.
Fue entonces cuando a su esposa le dijo el muy astuto Odiseo:
«Ah, mujer, aún no hemos llegado al final de todas las pruebas. Porque
todavía, en el futuro, tendré otra aventura imprevisible, tremenda y muy
difícil, que debo yo cumplir por entero. Porque así me lo profetizó el alma de
Tiresias en el día aquel, en que descendí al interior de las moradas de Hades,
cuando indagaba el regreso de mis compañeros y el mío propio. Pero, venga,
vámonos a la cama, mujer, para que por fin nos acostemos y gocemos del
dulce sueño».
Le contestó, a su vez, la muy prudente Penélope:
«Tendrás, en efecto, la cama cuando quieras, según tu deseo, ya que los
dioses te concedieron llegar a tu hogar bien fundado y a tu tierra patria. Pero,
ya que lo has mencionado, y un dios lo sugirió a tu ánimo, dime a mí esa
aventura, vamos, porque también luego, pienso, he de enterarme y no es peor
que la sepa de antemano».
Respondiéndole le dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Testaruda! ¿A qué de nuevo me apremias e invitas a decírtela? Bueno, te
la contaré y no la voy a ocultar. Tu ánimo no quedará tranquilo, ni tampoco yo
mismo me alegro, ya que se me ordenó visitar muchas ciudades y gentes,
llevando en mis manos un manejable remo, hasta llegar hasta quienes no