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conocen el mar, ni comen viandas sazonadas con sal. Ésos tampoco han visto
naves de mejillas purpúreas ni remos de buen manejo, que son las alas de las
naves. Y me anunció esta seña fácil de reconocer, que no te voy a ocultar:
cuando al salirme al paso otro caminante me diga que llevo un bieldo sobre mi
fuerte hombro, entonces me aconsejó que hincara el remo en tierra, sacrificara
hermosas víctimas al soberano Poseidón, un carnero, un toro y un verraco
montador de cerdas, y me volviera a casa, e hiciera allí sagradas hecatombes
en honor de los dioses que habitan el amplio cielo, a todos uno tras otro. Y la
muerte me llegará desde el mar, muy serena, ya que me alcanzará vencido por
una tranquila vejez, y en mi entorno las gentes serán felices. Esto me profetizó
que por entero se cumplirá».
Le contestó, a su vez, la muy prudente Penélope:
«Si es que así los dioses te conceden una vejez mejor, tienes gran
esperanza de lograr al fin un descanso a tus fatigas».
Así, con estas palabras, hablaban uno con otra, mientras que Eurínome y la
nodriza cubrían la cama con mullidas ropas a la luz de las ardientes antorchas.
Y cuando ya hubieron arreglado el sólido lecho con todo esmero, la anciana
penetró en la casa de nuevo para irse a dormir y Eurínome, la camarera, les
guiaba camino del lecho, portando en sus manos la antorcha. Les condujo
hasta el dormitorio y se retiró. Ellos entonces volvieron felices a la costumbre
de su antiguo lecho.
Mientras tanto, Telémaco, el vaquero y el porquero dieron descanso de la
danza a sus pies y mandaron reposar a las mujeres, y fueron a acostar en las
sombrías salas del palacio.
Los dos, una vez que hubieron gozado del placentero amor, se entregaron
al deleite de los relatos. Mutuamente se lo contaban todo: ella, la divina entre
las mujeres, cuánto había sufrido en el palacio, viendo el odioso tropel de los
pretendientes, que, por su causa, degollaban sin cesar vacas y gordas ovejas,
mientras el vino se vertía en abundancia desde las tinajas. Por su parte Odiseo
refería todos sus lances: cuántas penas causó a otros hombres y cuántas
soportó él con esfuerzos. Y ella se deleitaba al escucharlo, y el sueño no llegó
a caer sobre sus párpados hasta que él hubo acabado su relato. Comenzó por
cómo había vencido a los cícones, y luego llegó a la fértil tierra de los
lotófagos. Y cuántas maldades hizo el cíclope y cómo le hizo pagar el castigo
por sus bravos compañeros, a los que había devorado sin compasión. Y cómo
llegó hasta Eolo, que le acogió benévolo y le había preparado un buen viaje,
pero aún no fue su destino arribar a la tierra patria, sino que un vendaval lo
arrebató de pronto y lo llevaba sobre el mar pródigo en peces. Y cómo llegó a
Telépilo, tierra de los lestrígones, que destrozaron sus naves y a todos sus
compañeros de hermosas grebas; y sólo Odiseo escapó con su nave negra. Y le