Page 246 - La Odisea alt.
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conocen el mar, ni comen viandas sazonadas con sal. Ésos tampoco han visto

               naves de mejillas purpúreas ni remos de buen manejo, que son las alas de las
               naves.  Y  me  anunció  esta  seña  fácil  de  reconocer,  que  no  te  voy  a  ocultar:
               cuando al salirme al paso otro caminante me diga que llevo un bieldo sobre mi
               fuerte hombro, entonces me aconsejó que hincara el remo en tierra, sacrificara
               hermosas  víctimas  al  soberano  Poseidón,  un  carnero,  un  toro  y  un  verraco

               montador de cerdas, y me volviera a casa, e hiciera allí sagradas hecatombes
               en honor de los dioses que habitan el amplio cielo, a todos uno tras otro. Y la
               muerte me llegará desde el mar, muy serena, ya que me alcanzará vencido por
               una tranquila vejez, y en mi entorno las gentes serán felices. Esto me profetizó
               que por entero se cumplirá».

                   Le contestó, a su vez, la muy prudente Penélope:

                   «Si  es  que  así  los  dioses  te  conceden  una  vejez  mejor,  tienes  gran
               esperanza de lograr al fin un descanso a tus fatigas».


                   Así, con estas palabras, hablaban uno con otra, mientras que Eurínome y la
               nodriza cubrían la cama con mullidas ropas a la luz de las ardientes antorchas.
               Y cuando ya hubieron arreglado el sólido lecho con todo esmero, la anciana
               penetró en la casa de nuevo para irse a dormir y Eurínome, la camarera, les
               guiaba  camino  del  lecho,  portando  en  sus  manos  la  antorcha.  Les  condujo
               hasta el dormitorio y se retiró. Ellos entonces volvieron felices a la costumbre

               de su antiguo lecho.

                   Mientras tanto, Telémaco, el vaquero y el porquero dieron descanso de la
               danza a sus pies y mandaron reposar a las mujeres, y fueron a acostar en las
               sombrías salas del palacio.

                   Los dos, una vez que hubieron gozado del placentero amor, se entregaron
               al deleite de los relatos. Mutuamente se lo contaban todo: ella, la divina entre

               las mujeres, cuánto había sufrido en el palacio, viendo el odioso tropel de los
               pretendientes, que, por su causa, degollaban sin cesar vacas y gordas ovejas,
               mientras el vino se vertía en abundancia desde las tinajas. Por su parte Odiseo
               refería  todos  sus  lances:  cuántas  penas  causó  a  otros  hombres  y  cuántas
               soportó él con esfuerzos. Y ella se deleitaba al escucharlo, y el sueño no llegó
               a caer sobre sus párpados hasta que él hubo acabado su relato. Comenzó por
               cómo  había  vencido  a  los  cícones,  y  luego  llegó  a  la  fértil  tierra  de  los

               lotófagos. Y cuántas maldades hizo el cíclope y cómo le hizo pagar el castigo
               por sus bravos compañeros, a los que había devorado sin compasión. Y cómo
               llegó hasta Eolo, que le acogió benévolo y le había preparado un buen viaje,
               pero aún no fue su destino arribar a la tierra patria, sino que un vendaval lo
               arrebató de pronto y lo llevaba sobre el mar pródigo en peces. Y cómo llegó a

               Telépilo,  tierra  de  los  lestrígones,  que  destrozaron  sus  naves  y  a  todos  sus
               compañeros de hermosas grebas; y sólo Odiseo escapó con su nave negra. Y le
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