Page 244 - La Odisea alt.
P. 244
demasiado pasmada, y sé muy bien cómo eras cuando partiste hacia Troya en
una nave de largos remos. Así pues, ea, prepárale su sólido lecho, Euriclea,
fuera del confortable dormitorio, que él personalmente construyó. Sacándole
aquí afuera el macizo lecho hacedle la cama con pieles, mantas y relucientes
sábanas».
Así dijo, para poner a prueba a su esposo. Entonces Odiseo,
enfureciéndose, replicó a su taimada esposa:
«¡Ah, mujer, qué palabras más hirientes has dicho! ¿Quién cambió de sitio
mi lecho? Difícil le sería, incluso a un experto, a no ser que un dios en persona
viniera, quien, por su voluntad, fácilmente lo podría cambiar de lugar. Pero de
los hombres ningún mortal en vida, ni siquiera en su plena juventud, pudo
trasladarlo sin más, porque una gran contraseña está implantada en el labrado
lecho. Lo construí yo mismo y nadie más. Crecía en el recinto el tronco de un
olivo de tupido follaje, robusto, vigoroso. Era grueso como una columna. En
torno a éste construí yo nuestro tálamo, lo concluí con piedras bien encajadas,
lo teché por encima y le agregué unas ajustadas puertas, firmemente
ensambladas. Luego talé la copa del olivo de denso follaje, aserré y pulí el
tronco, sobre su raíz, con el bronce, de modo muy experto, y lo dejé bien recto
con ayuda de la plomada, labrando una pata fija, que taladré con el berbiquí. A
partir de esta pata construí la cama, hasta acabarla, adornándola con
incrustaciones de oro, plata y marfil. Sobre su armazón tensé las correas de
cuero bovino, teñidas de púrpura.
»Te expongo así esta clara señal. No sé, en absoluto, si aún está firme mi
lecho, mujer, o si ya algún hombre lo cambió a otro lugar, talando la base del
olivo».
Así dijo, y a ella le temblaron las rodillas y el corazón, al reconocer las
señas que tan claras le había dado Odiseo. Al momento corrió llorando
derecha hacia él y le echó ambos brazos al cuello, a Odiseo, y le besó la cara,
mientras decía:
«No te enojes conmigo, Odiseo, ya que en todo resultas el más juicioso de
los humanos. Los dioses nos dieron penalidades, ellos que nos negaron el estar
juntos uno con el otro, y gozar por lo tanto de nuestra juventud hasta alcanzar
el umbral de la vejez. Conque no te enfades conmigo ni me guardes rencor por
esto de no haberte mostrado mi cariño al comienzo, desde que te vi. Es que
una y otra vez mi ánimo, en mi pecho, sentía recelos de que algún hombre
llegara y me engañara con sus palabras. Son muchos los que traman malignas
tretas. Ni siquiera la argiva Helena, nacida de Zeus, se habría unido a un
extraño, en el amor del lecho, sí hubiera sabido que de nuevo los belicosos
hijos de los aqueos la iban a reconducir a su casa en su querida patria. Pero un
dios la impulsó a cometer tan vergonzosa acción. No meditó en su ánimo,