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que vi después del divino Memnón. Y luego, cuando nos metimos dentro del
caballo que construyó Epeo los mejores de los argivos, y quedó todo a mis
órdenes, tanto el salir como el mantener firme la densa emboscada. Entonces
otros caudillos y jefes de los dánaos derramaban lágrimas mientras les
temblaban por debajo los miembros; pero a él nunca jamás le vi ante mis ojos
ni palidecer en su bello rostro ni enjugarse el llanto de sus mejillas. Él a
menudo me suplicaba que saliéramos del caballo. Agitaba con furia la
empuñadura de la espada y la lanza pesada por el bronce, y profería amenazas
a los troyanos. Y cuando destruimos la escarpada ciudadela de Príamo, con
buena fortuna y excelente botín subió a bordo de la nave, indemne, sin que lo
alcanzara el agudo bronce ni sufrir heridas en el cuerpo a cuerpo, tal como
muchas veces pasa en la guerra. En la refriega muestra su furor Ares”.
»Así le hablé. El alma del Eácida de pies veloces empezó a alejarse a
grandes pasos por el prado de asfódelos, contento porque le había dicho que
tenía un hijo formidable.
»Las otras almas de los muertos extinguidos permanecían allí apenadas y
cada una contaba sus propias desgracias. Sola el alma de Ayante, hijo de
Telamón, se mantenía distante, conservando su rencor por mi victoria, la que
logré en el juicio por las armas de Aquiles al pie de nuestras naves. Las ofreció
su divina madre y sentenciaron el certamen los hijos de los aqueos y Palas
Atenea. ¡Ojalá no hubiera yo vencido en semejante prueba! ¡Porque así no
habría cubierto la tierra por tal causa una cabeza como la de Ayante, quien por
su arrogancia y sus hazañas era el mejor entre todos los aqueos, después del
irreprochable Pelida!
»A él me dirigí yo con palabras amables:
»“¡Ayante, hijo de Telamón! ¿No vas a querer, ni estando muerto, olvidar
tu rencor contra mí a causa de las armas malditas? Los dioses impusieron ese
desastre a los argivos. Pues para ellos tu muerte fue como el desplomarse una
torre. Por tu muerte, como por la del mismo Aquiles, hijo de Peleo, nos
apenamos sin descanso. Ningún otro fue culpable de eso, sino Zeus, que
odiaba ferozmente al ejército de los dánaos lanceros, y te infligió semejante
destino. Conque ven aquí, gran señor, para que escuches nuestras palabras y
nuestras noticias. Aplaca tu cólera y tu furor enconado”.
»Así le dije, él nada me contestó y se fue con otras almas de muertos
difuntos hacia el Erebo. Entonces, aun enfurecido, habría podido hablarme, y
yo a él.
»Pero mi ánimo, en mi interior, deseaba ver más almas de otros difuntos.
Allí luego vi a Minos, esplendoroso hijo de Zeus, que administra justicia a los
muertos empuñando un áureo cetro en su trono. Los demás solicitan sus
sentencias rodeando al soberano, sentados o en pie en la mansión de anchas