Page 306 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu esposa: testigos son tus palabras, que no

                  han ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo será la

                  firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías. Y cuando

                  todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías,

                  volviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus mejores gustos y contentos.

                  Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y lágrimas, que los mismos

                  que acompañaban a don Fernando, y cuantos presentes estaban, la acompañaron en ellas.

                  Escuchóla don Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas, y principio a tantos
                  sollozos y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con muestras de tanto dolor no

                  se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no menos lastimada de su sentimiento que admirada

                  de su mucha discreción y hermosura; y aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de

                  consuelo, no la dejaban los brazos de don Femando, que apretada la tenían. El cual, lleno de

                  confusión y espanto, al cabo de un buen espacio que atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió

                  los brazos y, dejando libre a Luscinda, dijo:

                  -Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para negar tantas verdades

                  juntas.

                  Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Femando iba a caer en el suelo;

                  más hallándose Cardenio allí junto, que a las espaldas de don Femando se había puesto porque no le

                  conociese, pospuesto todo temor y aventurando a todo riesgo, acudió a sostener a Luscinda, y,

                  cogiéndola entre sus brazos, le dijo:

                  -Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algún descanso, leal, firme y hermosa señora mía,

                  en ninguna parte creo yo que le tendrás más seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro

                  tiempo te recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.

                  A estas razones puso Luscinda en Cardenio los ojos, y habiendo comenzado a conocerle, primero

                  por la voz, y asegurándose que él era con la vista, casi fuera de sentido y sin tener cuenta a ningún

                  honesto respeto, le echó los brazos al cuello y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo:



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