Page 303 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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A todo esto callaba la lastimada señora; y aunque Dorotea torno con mayores ofrecimientos, todavía
se estaba en su silencio, hasta que llegó el caballero embozado que dijo el mozo que los demás
obedecían, y dijo a Dorotea:
-No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer
cosa que por ella se hace, ni procuréis que os responda, si no queréis oír alguna mentira de su boca.
-Jamás la dije -dijo a esta sazón la que hasta allí había estado callando-; antes por ser tan verdadera
y tan sin trazas mentirosas me veo ahora en tanta desventura; y desto vos mesmo quiero que seáis el
testigo, pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.
Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba tan junto de quien las
decía, que sola la puerta del aposento de don Quijote estaba en medio; y así como las oyó, dando
una gran voz dijo:
¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué voz es esta que ha llegado a mis oídos?
Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora, toda sobresaltada, y no viendo quién los daba, se
levantó en pie y fuese a entrar en el aposento; lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla
mover un paso. A ella, con la turbación y desasosiego, se le cayo el tafetán con que traía cubierto el
rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro milagroso, aunque descolorido y
asombrado, porque con los ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista,
con tanto ahínco, que parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin saber por que las hacia,
pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teníala el caballero fuertemente asida
por las espaldas, y por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo, que se le
caía, como, en efeto, se le cayó del todo; y alzando los ojos Dorotea, que abrazada con la señora
estaba, vio que el que abrazada ansimesmo la tenía era su esposo don Fernando; y apenas le hubo
conocido, cuando arrojando de lo íntimo de sus entrañas un luengo y
tristísimo ¡ay!, se dejó caer de espaldas desmayada; y a no hallarse allí junto el barbero, que la
recogió en los brazos, ella diera consigo en el suelo.
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