Page 148 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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traía; y, con estraña ligereza, hecho esto, se volvió a emboscar en la sierra. Como esto supimos

                  algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo de los

                  cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque. Salió a nosotros con

                  mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro disfigurado y tostado del sol, de tal suerte que

                  apenas le conocíamos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos
                  dieron a entender que era el que buscábamos. Saludónos cortésmente, y en pocas y muy buenas

                  razones nos dijo que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía

                  para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que

                  nos dijese quién era, mas nunca lo pudimos acabar con él. Pedímosle también que, cuando hubiese

                  menester el sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho
                  amor y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos, saliese a

                  pedirlo, y no a quitarlo a los pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos

                  pasados, y ofreció de pedillo de allí adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie. En

                  cuanto lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no tenía otra que aquella que le ofrecía

                  la ocasión donde le tomaba la noche; y acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos

                  de piedra los que escuchado le habíamos, si en él no le acompañáramos, considerándole cómo le

                  habíamos visto la vez primera, y cuál le veíamos entonces. Porque, como tengo dicho, era un muy
                  gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy

                  cortesana persona; que, puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era tanta,

                  que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad. Y, estando en lo mejor de su plática, paró y

                  enmudecióse; clavó los ojos en el suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y

                  suspensos, esperando en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo;

                  porque, por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover pestaña gran rato, y
                  otras veces cerrarlos, apretando los labios y enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún

                  accidente de locura le había sobrevenido. Mas él nos dio a entender presto ser verdad lo que

                  pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo, donde se había echado, y arremetió con el

                  primero que halló



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