Page 146 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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–No podré hacer eso –respondió Sancho–, porque, en apartándome de vuestra merced, luego es

                  conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones. Y sírvale esto que digo

                  de aviso, para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia.

                  –Así será –dijo el de la Triste Figura–, y yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo,

                  el cual no te ha de faltar, aunque te falte el ánima del cuerpo. Y vente ahora tras mí poco a poco, o

                  como pudieres, y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quizá toparemos con aquel

                  hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño de nuestro hallazgo.

                  A lo que Sancho respondió:


                  –Harto mejor sería no buscalle, porque si le hallamos y acaso fuese el dueño del dinero, claro está

                  que lo tengo de restituir; y así, fuera mejor, sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena fe
                  hasta que, por otra vía menos curiosa y diligente, pareciera su verdadero señor; y quizá fuera a

                  tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco.


                  –Engáñaste en eso, Sancho –respondió don Quijote–; que, ya que hemos caído en sospecha de

                  quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados a buscarle y volvérselos; y, cuando no le
                  buscásemos, la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa como

                  si lo fuese. Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me quitará si le hallo.


                  Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho con su acostumbrado jumento; y, habiendo rodeado parte

                  de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos,
                  una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que

                  huía era el dueño de la mula y del cojín.


                  Estándola mirando, oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a deshora, a su

                  siniestra mano, parecieron una buena cantidad de cabras, y tras ellas, por cima de la montaña,
                  pareció el cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogóle

                  que bajase donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por aquel lugar, pocas o

                  ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y otras fieras que por allí andaban.





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