Page 139 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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–Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad

                  cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su

                  parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la Santa Hermandad,

                  que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra merced puede hacer, y es justo

                  que haga, es mudar ese servicio y montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de
                  avemarías y credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced; y ésta es cosa que se

                  podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos

                  de volver ahora a las ollas de Egipto, digo, a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del

                  Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso

                  como pedir peras al olmo.

                  –Pues ¡voto a tal! –dijo don Quijote, ya puesto en cólera–, don hijo de la puta, don Ginesillo de

                  Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a

                  cuestas.

                  Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando ya enterado que don Quijote no era muy cuerdo,

                  pues tal disparate había cometido como el de querer darles libertad, viéndose tratar de aquella

                  manera, hizo del ojo a los compañeros, y, apartándose aparte, comenzaron a llover tantas piedras

                  sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el pobre de Rocinante no hacía

                  más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se
                  defendía de la nube y pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quijote

                  que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza que dieron con él en el

                  suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y diole

                  con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo pedazos.

                  Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar si las grebas

                  no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los

                  demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la
                  Hermandad, que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del

                  Toboso.


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