Page 77 - Santa María de las Flores Negras
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—¡Ese jovencito amigo de ustedes, creerá que no me di cuenta de que se
devolvió al circo a ver a Liria María! —le grita ahora Gregoria Becerra, entre el
ruido alborozado de la multitud.
Olegario Santana ensaya una sonrisita que le parece lo más idiota del
mundo.
—¡Claro, con ese nombrecito no podía salir más enamorado el niño! —
redondea el comentario riendo de buena gana la mujer.
Olegario Santana la mira y se dice, conmovido, que esa risa toda llena de
dientes blancos, cascabeleando a unos centímetros de su cara, es lo más bello
que jamás le ha regalado la vida.
Ya en la estación, cuando en medio de un colosal bochinche la
muchedumbre fue iluminada por el farol de la locomotora entrando al andén, todo
el mundo comenzó a agitar sus banderas en un apoteósico griterío de bienvenida.
En tanto los pasajeros del convoy, que procedían de las oficinas Centro, Sur y
Norte Lagunas, y que en total sobrepasaban las mil quinientas personas, contando
a obreros, mujeres y niños, se asomaban a las ventanillas tremolando sombreros y
pañuelos y gritando que aquí estamos junto a ustedes, hermanitos, y que viva la
unión de los trabajadores del salitre y de todos los explotados del mundo, carajo!
Cansados y terrosos, pero con sus ojos brillantes de alegría, entre
apretones de manos y abrazos fraternales, los obreros bajaron del tren contando
que al no poder conseguir anteayer un convoy para venirse a Iquique, se habían
apropiado de una locomotora abandonada en la estación de la oficina Centro —
«esta mismita que ahora están viendo aquí, compañeros»—, a la que
engancharon todos los carros planos y las rejas de ganado que hallaron
disponibles. Los operarios narraron, además, que habían estado a punto de sufrir
una desgracia fatal, pues entre los pueblos Alto San Pablo y Alto San Antonio,
manos criminales desprendieron la línea férrea en una extensión de casi media
cuadra. Felizmente algunas heroicas mujeres del pueblo de Alto San Antonio,
viendo el peligro que corría el tren de los huelguistas, salieron al camino y,
parándose en medio de la vía, hicieron señas anunciando el peligro y salvando un
montón de vidas humanas. «Desde aquí vaya un merecido homenaje a esas
esposas, hermanas y madres de mineros salitreros, pues, gracias a su acción
valiente y decidida se pudo evitar una catástrofe de proporciones», terminaron
diciendo emocionados los hombres.
Luego del recibimiento, los obreros son guiados a la Escuela Santa María a
través de la calle Amunátegui, atestada de gente que los vitorean y saludan.
Durante el camino, Gregoria Becerra se fija en un matrimonio joven que lleva en
brazos a una niña pequeña, de rostro demacrado y expresión alunada. Lo que
llama la atención de Gregoria Becerra es su vestimenta. La criatura lleva una
preciosa capita de terciopelo de color púrpura, bordada en hilos dorados, y en su
cabeza una pequeña corona de cartón. Al llegar a la escuela, que ya no da abasto
para albergar al torrente de obreros que no ha cesado de bajar de la pampa,
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