Page 78 - Santa María de las Flores Negras
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                  Gregoria Becerra se acerca al matrimonio y los invita a quedarse en la sala en
                  donde ella está alojada. «Ahí, con mis amigos, le haremos un lugarcito», les dice,
                  acariciando a la pequeña que la mira sin sonreír.

                         El hombre y la mujer, ambos de aspecto humilde, se ven unidos como por
                  un desamparo infinito. Él, de gestos retraídos y vestido con indumentarias de
                  trabajo, dice que se llama Silvestre Arroyo y que trabaja de chanchero en la oficina
                  Centro. Ella, de una flacura extrema  y una húmeda mirada de perro triste, se
                  presenta como Teresa de Jesús y cuenta que su hijita, que recién acaba de
                  cumplir tres años, se llama Pastoriza del Carmen, y que está desahuciada por los
                  médicos. Que la corona y la capita que lleva puestas son una imitación de las de
                  la Virgen de la Tirana, a la que han  hecho una manda para que la mejore y le
                  salve la vida.

                         Aprovechando la efervescencia que ha producido la llegada de los nuevos
                  huelguistas, todo el mundo se pone de acuerdo para organizar un mitin en la plaza
                  Prat. Cuando Domingo Domínguez y José Pintor invitan a Olegario Santana a que
                  los acompañe, el calichero, argumentando que se le ha depravado el estómago,
                  les dice que se adelanten, que él los alcanza al tiro. Y se mete en la sala junto a
                  Gregoria Becerra y al matrimonio de la niña vestida de Virgen.
                         Los nuevos huéspedes son parcos en palabras. De lo poco que se les
                  puede sacar se deduce que si las cosas no se arreglan, ellos no piensan volver a
                  la pampa. Pedirán a las autoridades que los embarquen en algún vapor de vuelta
                  al sur, desde donde los enganchadores pagados por los industriales los trajeron,
                  igual que a todos, con ofertas y promesas que resultaron ser puras tencas
                  muertas. Mirándose mutuamente a los ojos, dicen que prefieren mil veces pasar
                  años de vacas flacas allá en el sur, que morirse en estas peladeras explotados por
                  esos extranjeros chupasangre. Tras una trabada conversación, agujereada de
                  silencios por parte del matrimonio, Olegario Santana y Gregoria Becerra logran
                  enterarse de algunas cosas que han ocurrido en la pampa en los últimos días. Por
                  ejemplo, que los operarios de la oficina Agua Santa al fin han paralizado las
                  faenas plegándose también a la huelga.  Que algunos administradores están
                  poniendo problemas en dar el diario acordado de antemano a las familias que se
                  quedaron en las oficinas, que incluso  en algunas de ellas han cerrado las
                  pulperías, dejando a la gente sin tener dónde adquirir sus artículos, y que en otras
                  se ha llegado al despropósito criminal de negarles el agua. Y que, por lo mismo,
                  mucha de la gente que ahora está bajando a Iquique lo hace azuzada más por las
                  circunstancias que por el conflicto mismo. Ahora mismito, al venir ellos en el tren,
                  han visto a mucha gente caminando desde distintos puntos del desierto. «La
                  pampa salitrera, con sus máquinas paradas y sus chimeneas sin humo, parece
                  una gran bestia dormida», termina diciendo con voz menguada el hombre.

                         La mujer, que acuna pacientemente en sus brazos a su hija Pastoriza —la
                  que aun dormida mantiene una lastimosa expresión de alunamiento—, mirando
                  desvalidamente al vacío, gruñe entre dientes:






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