Page 55 - Santa María de las Flores Negras
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                         El lunes 16, Iquique amaneció ungido de un sol espeso como óleo. La
                  Escuela Santa María se despertó temprano esa mañana y, como una gran bestia
                  de madera, extrañada de sus miles de ocupantes nuevos, comenzó a crujir y a
                  desperezarse lentamente. Su modorra de casona antigua había sido perturbada
                  por el ajetreo de nuestras mujeres que,  tal como acostumbraban a hacer en la
                  pampa, y pese al cansancio y a las escaldaduras vivas de la caminata, se
                  levantaron a sus quehaceres con los primeros albores de la aurora porteña.
                         De modo que a la salida del sol, ya toda la escuela olía a café boliviano y a
                  fritanga de sopaipillas. Los patios bullían de alborozo y animación ante nuestro
                  propio asombro de pampinos agrestes, acostumbrados al silencio y a la soledad
                  del desierto y más bien poco dados al arte de la conversa y la vida social. Sobre
                  todo a esas horas de la mañana. Y en lunes más encima; día en que, como todos
                  los trabajadores de alforjas bien puestas, debíamos de estar sudando la gota
                  gorda machacando piedras en las calicheras, derripiando cachuchos humeantes,
                  manejando el fuelle de las  fraguas o atareados en cualquiera de las diversas
                  tareas y oficios de la industria salitrera.
                         Y tanta era nuestra costumbre de trabajar que los que pudieron dormir algo
                  esa primera noche —pues muchos se  amanecieron en vela— se contaban
                  después, casi descuajeringados de tanto reír, los diversos chascarros que se
                  habían vivido esa madrugada al abrir los ojos. Algunos viejos se habían
                  despertado al primer gallo, la hora de su turno en la pampa, y en la oscuridad de la
                  sala, desconcertados por completo, dando manotones de ciego y despotricando
                  como cada mañana contra la explotación y la miseria, habían comenzado a buscar
                  los calamorros y la cotona de trabajo, hasta que alguien, su mujer o el amigo
                  tendido a su lado, los mandaban de vuelta a dormir con un rotundo improperio de
                  calichera. Incluso hubo algunos por ahí, que al despertar en la madrugada y verse
                  acostados con la ropa puesta, imaginando que la noche anterior se habían
                  agarrado una borrachera de los mil demonios —de la que ni siquiera se acordaban
                  mucho— y que se habían quedado a dormir sepa Dios en qué maldito chinchel de
                  la pampa, se levantaron de un salto y, aún medio dormidos, salieron de la sala en
                  penumbras rumbo a su respectivo lugar de trabajo. Al despertarse de golpe en
                  medio de un patio de escuela, completamente desnortados, rascándose la cabeza




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