Page 42 - Santa María de las Flores Negras
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                         Olegario Santana y sus amigos son de los primeros en llegar al lugar del
                  mitin. Gregoria Becerra quiere quedar lo más cerca posible de los balcones y
                  apura a su hijo Juan de Dios para que no se aleje mucho de su lado. En cambio ya
                  casi se ha rendido al hecho de ver a su hija Liria María retrasándose siempre junto
                  a ese jovencito de ojos adormilados. José Pintor y Domingo Domínguez, al oírla
                  lamentarse y mover la cabeza en un gesto de resignación, la consuelan con la
                  cuchufleta de que aparte de ser honesto y  trabajador entre los trabajadores, el
                  muchacho es más tranquilo que un volantín sin viento.
                         Un poco más atrás, a pleno sol, tomados de la mano y sin dejar de mirarse
                  un solo instante, Idilio Montano y Liria María casi no se percatan del gentío que
                  empuja, canta, grita y  suda a su alrededor. Para ellos la huelga ha cambiado
                  completamente de sentido. Ahora toda  ella no es más que la escenografía
                  grandiosa para la puesta en escena de la sublime obra de su romance inmortal.
                  Creen con el alma que cada uno de los acontecimientos derivados del conflicto se
                  han confabulado sólo para dar realce a la historia de su amor. Su encuentro en el
                  pueblo de Alto San Antonio, la épica marcha a través del desierto y su estadía
                  ahora en esta ciudad llena de comercio y casas como palacios de cuento, no es
                  más que la espléndida trama de su enamoramiento. Y mientras la agitada
                  muchedumbre a su alrededor, sufriendo los efectos de la canícula aplastante, no
                  deja de clamar y reclamar sus reinvindicaciones, y levantan carteles y flamean
                  banderas y redoblan tambores, y cada uno sufre y se afana en los más mínimos
                  pormenores del conflicto, ellos, embelesados de amor, íngrimos, como protegidos
                  por una sombrita de nube propia, parecen como tocados por la gracia divina. No
                  dicen nada, no escuchan nada, no piensan nada. Todo lo que hacen es entrelazar
                  sus manos en una sola rosa lírica,  húmeda, carnal. Y mirarse. Mirarse
                  interminablemente. Él descubriendo que en los ojos claros de ella se refleja la luz
                  del primer día de la creación; ella, que  en los ojos negros de él se descifra la
                  oscuridad de la noche primigenia, y ambos vislumbrando la verdad irrebatible
                  (pero simple como el oro) de que la noche y el día juntos conforman el misterio de
                  la unidad del mundo, el misterio insondable de la unidad de la vida, de la unidad
                  del amor.






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