Page 111 - Santa María de las Flores Negras
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                  gamberros desahuciados que unos dignos trabajadores de la pampa», les dice
                  encorajinada Gregoria Becerra.

                         Recortados contra el atardecer, sin decir absolutamente nada, con las
                  manos atrás y la cerviz gacha, los amigos tranquean despacio, besando el azote.
                         Al aparecer en la plaza Montt, se dan cuenta de que todo el mundo está
                  corriendo desesperado hacia la estación del ferrocarril. En medio del barullo se
                  imponen de la noticia desconcertante  que en el tren que está llegando ahora
                  mismo de la pampa vienen algunos obreros  muertos y otros tantos heridos. La
                  noticia, que ha sido dada por teléfono desde Buenaventura, es que la tropa de
                  soldados encargados del orden en esa oficina había disparado sus armas contra
                  el convoy. «Abrieron fuego sin asco contra el tren atestado de obreros», repite la
                  gente excitada.

                         Gregoria Becerra, sin pedir a nadie que la acompañe, dice que ella va a
                  recibir a los compañeros de Buenaventura. Y tras ordenar a sus hijos que se
                  fueran directo a la sala, que no quería que vieran el espectáculo de los obreros
                  muertos, cambia de rumbo y se mete entre el gentío que se dirige a esperar el
                  tren. Mientras caminan hacia la estación, Olegario Santana, que junto a sus
                  amigos la ha seguido en silencio, no deja  de mirarla de reojo. Ella de vez en
                  cuando le devuelve una mirada dura. El  calichero entiende que le va a costar
                  mucho granjearse de nuevo las simpatías de aquella mujer tan íntegra y
                  determinante para sus cosas.

                         Cuando en el horizonte se estaban quemando los últimos rescoldos del
                  atardecer, el silbato del tren entrando al recinto de la estación hizo estallar a la
                  muchedumbre en un griterío  ensordecedor. Apenas el convoy se detuvo en el
                  andén, entre las vaharadas de vapor y las nubes de hollín de la locomotora, los
                  huelguistas se ponen a contar a gritos que en Buenaventura la tropa a cargo del
                  teniente Ramiro Valenzuela había disparado a mansalva contra el convoy cuando
                  éste emprendía la marcha hacia  el puerto, y que habían matado a doce
                  trabajadores y herido a un gran número de ellos. Que algo había que hacer por los
                  compañeros muertos, decían llorando  los hombres mientras bajaban los
                  cadáveres envueltos en banderas. Que este crimen no podía  quedar impune.
                  Enardecida ante los hechos, la multitud se apoderó de los cuerpos de los obreros
                  alcanzados por las balas, y a la luz  de antorchas y chonchones, se fueron a
                  recorrer las calles de Iquique gritando que esto era lo único que se podía esperar
                  de la canalla explotadora, y que se enteraran todos en la ciudad de cuál era la
                  respuesta de las autoridades al pacífico comportamiento de la huelga.
                         Cuando la noche ya era cerrada,  la muchedumbre seguía voceando
                  consignas y convenciéndose de que lo único que había que hacer, carajo, era
                  tomarse el edificio de la Intendencia de una vez por todas. Al final, gracias sólo a
                  la tranquilidad y a la entereza de algunos hombres del Comité Central, la gente
                  comenzó a tranquilizarse y no llevó su resentimiento más allá de los dichos y las
                  palabras y, ya calmados los ánimos, se dirigió en paz a la escuela Santa María.





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