Page 110 - Santa María de las Flores Negras
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A las cinco de la tarde en punto se llevó a efecto la conferencia entre el
Comité Central y el señor Intendente. El clima era de tensión y efervescencia. De
entrada, los dirigentes le hicieron saber su profundo malestar por una campaña de
provocaciones que se estaba llevando a cabo entre los huelguistas. Una campaña
inescrupulosa que, como era de todos sabido, había sido montada por la policía
secreta de Iquique. Le informaron en detalle de una partida de individuos bien
montados y bien vestidos, que de ninguna manera eran pampinos, que andaban
caldeando los ánimos y llamando a la gente a rebelarse en contra de los patrones
y a cometer toda clase de desórdenes y desmanes públicos, recordándoles con
bellaquería manifiesta que en la ciudad existían tiendas y joyerías abarrotadas de
artículos caros y preciosos. Se tenían fundadas sospechas, le dijeron, que varios
de estos individuos eran delincuentes sacados de los calabozos de la cárcel
expresamente para que se infiltraran entre los huelguistas y armaran las camorras.
Estas aseveraciones amoscaron al señor Intendente, quien, ya abiertamente en
favor de los patrones, dijo que él, como autoridad de la provincia, no podía tolerar
por más tiempo el estado de cosas que se estaba creando por nuestra
obcecación. Acto seguido, comunicó que la resolución final de los patrones era no
continuar con las conversaciones si no volvíamos de inmediato a la pampa a
reanudar las faenas. Y que eso era todo.
Cuando minutos más tarde, ante la multitud reunida en la plaza, José Brigg
dio cuenta de las condiciones últimas que los industriales imponían para negociar,
una ola de frustración y descontento se extendió instantáneamente entre la masa
trabajadora. Tanta ilusión nos habíamos hecho con la llegada del Intendente de
planta, tanto habíamos soñado con un posible arreglo bueno para nosotros, que
de nuevo nos sentíamos engañados. Ahí entendimos con claridad, y nos lo
repetíamos unos a otros en el tumulto, que lo que se estaba imponiendo en el
conflicto no era la justicia ni la razón, como debía ser, sino simple y llanamente el
peso de las faltriqueras de los patrones.
Al término del mitin, cuando la gente comienza a desparramarse toda
desencantada, pero convencida de espíritu que la huelga debía continuar hasta
las últimas consecuencias, en medio del tumulto los amigos se encuentran de
sopetón con Gregoria Becerra. Ahí ya les es imposible hacerle el quite. Con sus
caras aún demacradas por los efectos del aguardiente, no tienen más remedio que
enfrentarla y saludarla con la mejor sonrisita de inocente que cada uno es capaz
de esbozar. Ella los saluda con frialdad, pero no les dice nada. Sin embargo,
camino a la escuela, mientras por los cerros se ve bajando lentamente otro convoy
con obreros de la pampa —convoy que la gente mira y apunta, ya casi sin ninguna
gana de ir a recibirlo—, Gregoria Becerra se desborda y comienza a amonestarlos
de viva voz y con una dureza extrema. Que parece que a ustedes todavía no les
sale la muela del juicio; que ya va siendo hora de que se dejen de payasear y de
andar emborrachándose como piojos todos los santos días; que si vieran el estado
calamitoso que presentan con sus escabechadas caras de borrachos de poca
monta, se les caería el pelo de vergüenza. «Más parecen una manga de
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