Page 108 - Santa María de las Flores Negras
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                  para desinfectar los baños y cada una de las aulas, en previsión de posibles
                  brotes de epidemias. Y es que la promiscuidad y el hacinamiento en la escuela
                  había llegado a tal extremo, que ya se hacía imposible de soportar, por más que
                  se estuviese acostumbrado de toda la vida a los rigores de la pobreza, como lo
                  estábamos nosotros. Pero las cosas andaban tan mal que la mayoría pensaba que
                  si el conflicto no se resolvía luego, íbamos a terminar entregando la herramienta
                  de todas maneras. Tal vez no a causa de una epidemia, pero sí de hambre, pues
                  en los últimos días estábamos subsistiendo gracias nada más que a la concordia y
                  la buena voluntad de algunos dueños de almacenes y factorías que seguían
                  colaborándonos y auxiliándonos con vituallas, principalmente con porotos, papas y
                  charqui de caballo.
                         Entre la gente que trajina en el primer patio, los amigos no divisan ni a
                  Gregoria Becerra, ni a sus hijos, ni a Idilio Montano. Y tampoco los encuentran en
                  la sala en donde duermen. Allí sólo se halla el matrimonio de la oficina Centro, que
                  no sale a ninguna parte cuidando de su hija enferma. Aunque la mayoría de las
                  mujeres tratan de no salir mucho del recinto, y se quedan cocinando o haciendo
                  aseo, o cuidando los niños y los bártulos, Gregoria Becerra sí lo hace. Además de
                  trabajar como todas en las tareas domésticas de la escuela, es una de las pocas
                  mujeres que, codo a codo con los hombres, asiste a los mitines y va a la estación
                  a recibir a los que llegan de la pampa.

                         Al ver asomar a los amigos en la puerta, la madre de Pastoriza del Carmen,
                  con la niña acunada en los brazos,  les alarga un paquete hecho en papel de
                  envolver, todo manchado de grasa: «La señora Gregoria ha salido —les dice—, y
                  me ha dejado el encargo de entregarles estas sopaipillitas». Cuando al rato entra
                  Juan de Dios preguntando si ha llegado su madre, los amigos ya han comido y
                  están terminando de fumarse cada uno su cigarrillo. El niño les cuenta que en la
                  azotea están todos con el ánimo encapotado, pues las cosas no marchan bien con
                  el señor Intendente. Cuando Olegario Santana, de manera desganada, le pregunta
                  que a dónde ha ido su madre, el niño dice que ella y su hermana fueron a una
                  casa de por ahí a la vuelta, en donde le prestan el baño. «Andan con mi cuñado, el
                  volantinero», dice risueñamente.
                         Sucedía que, además de los hogares  que albergaban a sus familiares o
                  amigos venidos de la pampa, había gente de casas particulares, aledañas a la
                  escuela, que solidarizaban diariamente con los huelguistas —sobre todo con las
                  mujeres—, prestándoles el baño, llenándoles las botellas de agua o haciéndoles
                  remedios caseros a los niños enfermos. A veces hasta invitando a comer a
                  familias completas. Y es en una de estas casas que Gregoria Becerra y su hija
                  Liria María están yendo a asearse y  a usar el baño desde hace dos días. La
                  familia, de la que se han hecho muy amigas, está compuesta por el matrimonio y
                  sus siete hijos, tres hombres y cuatro mujeres. Uno de los hijos mayores es
                  preceptor en la escuela Santa María, y les ha contado que los más felices con lo
                  que está ocurriendo son precisamente los niños iquiqueños, pues la huelga les
                  está librando de los exámenes de fin de año.





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