Page 106 - Santa María de las Flores Negras
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                         A primeras horas de la mañana del viernes, en la azotea de la escuela se
                  nombró una comisión para que fuera a saludar y dar la bienvenida al señor
                  Intendente, en nombre del Comité Central y de todos los trabajadores venidos
                  desde la pampa. La primera autoridad recibió a los dirigentes dentro de un trato
                  más bien hosco y descortés —que no iba de ningún modo con el tono conciliador
                  de su discurso de llegada—, y tras un breve intercambio de palabras los despidió
                  sin más trámites de su despacho. Lo único que hizo fue advertirles gratuitamente
                  que las fuerzas bajo su mando estaban dispuestas y tenían todos los medios
                  necesarios para asegurar la paz y la tranquilidad de la ciudadanía de Iquique y la
                  de toda la provincia, bajo cualquier circunstancia. Después, cerca de la una y
                  media de la tarde, supimos que el Intendente se había entrevistado también con
                  los industriales salitreros, y que en esa conversación, a la que asistió el general
                  Roberto Silva Renard —quien se había mostrado particularmente mordaz con las
                  razones del conflicto—, no se resolvió absolutamente nada. Los industriales se
                  emperraron en su posición infranqueable de que, para tomar cualquier iniciativa
                  respecto de un arreglo, los obreros primero debían volver  a sus faenas en la
                  pampa. Además, habían aprovechado la ocasión para advertir marrulleramente a
                  la autoridad sobre lo peligroso que resultaba para los ciudadanos extranjeros, y en
                  general para todos los habitantes de Iquique, la situación creada por la invasión de
                  los pampinos, manifestándole con insidia que temían seriamente por sus vidas y la
                  invulnerabilidad de sus bienes y propiedades privadas.
                         En verdad, en los últimos días, merced a la inmensa muchedumbre de
                  huelguistas que nos habíamos tomado las calles y paseos del puerto -—«cual de
                  todos más cerril y abrupto», decían las señoritas de sociedad, sonrojándose detrás
                  de sus abanicos—, había cundido la alarma en gran manera entre los vecinos
                  principales. Sobre todo entre las encopetadas señoras de las colonias extranjeras.
                  Sin embargo, todos sabíamos que los rumores de posibles desórdenes se habían
                  maquinado y echado a correr desde los mismos salones del Club Inglés, y con tan
                  hábil trapicheo que para ese viernes el temor ya había llegado a convertirse en
                  pánico desatado entre las familias de alta alcurnia. Y ya era un secreto a voces
                  que muchas de ellas, aterrorizadas por la situación reinante, habían abandonado
                  sus hogares para buscar refugio en los buques surtos en la bahía; incluso se sabía




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