Page 109 - Santa María de las Flores Negras
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                         Mientras esa tarde Gregoria Becerra se queda más de la cuenta
                  conversando con las mujeres de la casa, Idilio Montano y Liria María se dan una
                  vuelta por el centro. Embellecidos por la reconciliación, los jóvenes caminan
                  mirándose con una languidez que inspira lástima en el corazón de los transeúntes.
                  Y es que ya se sienten novios de verdad, oficial y públicamente. Por la noche, al
                  llegar del velatorio, antes de tenderse a dormir, Idilio Montano había apalabrado a
                  la madre, y ésta, al ver a ambos  llorando de amor, les dio finalmente su
                  consentimiento para que se vieran como «enamorados con permiso». Sus ojos
                  rebozaban de ternura cuando, abrazándolos,  les dio su bendición. «Los amores
                  nuevos son como niños recién nacidos —les dijo—: hasta que no han llorado no
                  se sabe si realmente viven».
                         De modo que cuando Gregoria Becerra llega a la escuela, Olegario Santana
                  y sus amigos ya no están allí. Enterados de que el Comité Central se iba a reunir
                  de nuevo con el Intendente, y que después se haría un mitin en la Plaza Prat para
                  dar a conocer los resultados de la  reunión, los hombres habían partido de
                  inmediato. De esa manera, además de demorar el  temido encuentro con la
                  matrona, aprovechaban de capear un poco el opresivo hormiguero en que estaba
                  convertida la escuela, pues aparte del olor a desinfectante, los amigos encontraron
                  que ya no se podía estar de tanta gente nueva que trajinaba en ella.

                         Y es que durante todo el transcurso del día habían seguido llegando grupos
                  de huelguistas provenientes de las más diversas oficinas salitreras. Eran
                  verdaderas riadas de obreros las que bajaban desde el interior del desierto. En las
                  primeras horas de la mañana hicieron su entrada a la ciudad, molidos y fatigados
                  hasta la extenuación, ochenta y dos trabajadores que habían caminado a pampa
                  traviesa desde la oficina Aurrera. Poco después llegaron trescientos catorce
                  huelguistas más, procedentes de Caleta Buena. Y antes de las nueve de la
                  mañana, desde un fragoroso convoy conformado por diecinueve carros planos, en
                  una zarabanda impresionante de gritos, cánticos y bombos, desembarcaron cerca
                  de tres mil obreros provenientes de los pueblos de Negreiros y Huara. Estos
                  últimos fueron recibidos por una multitud impresionante  comandada por el
                  dirigente Luis Olea, quien les dio la bienvenida de rigor, repitiendo una y otra vez
                  los dos principios fundamentales que  había que mantener mientras durara el
                  conflicto: orden y compostura. Y sobre todo no beber una sola gota de alcohol,
                  recalcó con ahínco el dirigente. Esto para no darle tema al diario El Nacional que
                  en los últimos días había venido hostigando y hablando pestes de los huelguistas.
                  Teníamos que demostrar  al mundo entero que los trabajadores de la pampa
                  formulábamos nuestros derechos laborales en claro estado de temperancia y, por
                  supuesto, en pleno uso de razón. Y para terminar anunció que la Sociedad de
                  Veteranos del 79, ciudadanos beneméritos de la patria, en un gesto que
                  engrandecía aún más sus glorias en los campos de batalla, había puesto las
                  dependencias de su local a disposición de los obreros recién llegados, ya que era
                  imposible alojar a más personas en la Escuela Santa María.







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