Page 115 - Santa María de las Flores Negras
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                         —Y qué tanto si no lo fuéramos. Por si le interesa, amigazo, a mí no me
                  asusta ni un tantito así ese corvo que anda trayendo.

                         —No se me amaldite, amigo carreta —sentenció calmosamente Olegario
                  Santana—. Con usted no tengo necesidad de corvo. A mano limpia me basta y me
                  sobra para romperle la crisma.

                         —Eso habría que verlo.
                         —Estoy a sus órdenes. Cuando usted quiera.

                         Varios pampinos de los que se acercaban a comprar al puesto de fritanga,
                  se fueron quedando y agrupando en torno a los que discutían. «Puros bufidos de
                  gatos», comentaban burlones algunos, al ver que los hombres se iban quedando
                  sólo en las palabras y no se decidían a pelear. De modo que cuando los amigos
                  se pusieron de pie, dispuestos a fajarse a trompadas ahí mismo, y Domingo
                  Domínguez terció para decir que sí no había más remedio lo mejor era buscar un
                  lugar más adecuado, un gran número de mirones se fue detrás de ellos haciendo
                  barra y avivándoles la cueca. El lugar elegido fue detrás de la escuela, por la calle
                  Amunátegui. Por allí no circulaba mucha gente.
                         Antes de que los amigos se trenzaran a golpes, Domingo Domínguez le
                  exigió a Olegario Santana que le pasara el corvo.
                         —No se le vaya a salir el indio, compadre —le dijo.

                         Olegario Santana dudó un momento y luego desenfundó su arma.
                         —Que conste que sólo se lo entrego  porque se trata de usted, amigo
                  Domingo —y le pasó el corvo con cuidado extremo, tomándolo con ambas manos,
                  como si se tratara de una reliquia.
                         El corvo desnudo brilló sonámbulo a la luz de la luna y Domingo Domínguez
                  pudo constatar que se trataba de un corvo auténtico, de esos que se habían usado
                  en la guerra del 79. Su doble filo acerado y su punta aguda y curvada como el pico
                  del águila lo estremecieron.

                         Cuando Gregoria Becerra, seguida de Juan de Dios, irrumpe en el campo
                  de batalla por entre el tupido ruedo de huelguistas que gritan alentando a uno y a
                  otro, los amigos ruedan por el suelo entreverados en un furibundo intercambio de
                  golpes de pies y manos.
                         —Ustedes los hombres son unos brutos  sin remedio —les grita la mujer
                  agarrando del pelo a ambos y obligándolos a ponerse de pie—. Todo el mundo
                  preocupado por el cariz que está tomando la huelga y los perlas peleándose por
                  una mujer. Linda la cosa.
                         —Por si no lo sabe, mi querida  señora —dice en tono galante Domingo
                  Domínguez, parándose en el centro del ruedo y como dirigiéndose a un público de
                  teatro—, usted tiene el honor de ser la dama por la que estos dos caballeros se
                  están batiendo a trompadas.





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