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La  cola  avanzó  otro  poco.  Winston  se  volvió  otra  vez  para  observar  a
               Syme. Cada uno de ellos cogió una bandeja grasienta de metal de una pila que
               había al borde del mostrador.

                   —¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? —le preguntó Syme.

                   —Estaba trabajando —respondió Winston en tono indiferente—. Lo veré
               en el cine, seguramente.

                   —Un sustitutivo muy inadecuado —comentó Syme.


                   Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», parecían
               decir los ojos. «Veo a través de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar
               los prisioneros.» Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia venenosa. Por
               ejemplo, hablaba con una satisfacción repugnante de los bombardeos de los
               helicópteros contra los pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los
               criminales del pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio
               del  Amor.  Hablar  con  él  suponía  siempre  un  esfuerzo  por  apartarle  de  esos

               temas e interesarle en problemas técnicos de neoligüística en los que era una
               autoridad y sobre los que podía decir cosas interesantes. Winston volvió un
               poco la cabeza para evitar el escrutinio de los grandes ojos negros.

                   —Fue una buena ejecución —dijo Syme añorante—. Pero me parece que
               estropean  el  efecto  atándoles  los  pies.  Me  gusta  verlos  patalear.  De  todos
               modos, es estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone azul... ¡de un

               azul tan brillante! Ese detalle es el que más me gusta.

                   —¡El  siguiente,  por  favor!  —dijo  la  proletaria  del  delantal  blanco  que
               servía tras el mostrador.

                   Winston  y  Syme  presentaron  sus  bandejas.  A  cada  uno  de  ellos  les
               pusieron su ración: guiso con un poquito de carne, algo de pan, un cubito de
               queso, un poco de café de la Victoria y una pastilla de sacarina.

                   —Allí  hay  una  mesa  libre,  debajo  de  la  telepantalla  —dijo  Syme—.  De

               camino podemos coger un poco de ginebra.

                   Les sirvieron la ginebra en unas terrinas. Se abrieron paso entre la multitud
               y colocaron el contenido de sus bandejas sobre la mesa de tapa de metal, en
               una esquina de la cual había dejado alguien un chorreón de grasa del guiso, un
               líquido asqueroso. Winston cogió la terrina de ginebra, se detuvo un instante
               para decidirse, y se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a aceite. Le
               acudieron lágrimas a los ojos como reacción y de pronto descubrió que tenía

               hambre. Empezó a tragar cucharadas del guiso, que contenía unos trocitos de
               un material substitutivo de la carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que
               vaciaron los recipientes. En la mesa situada a la izquierda de Winston, un poco
               detrás  de  él,  alguien  hablaba  rápidamente  y  sin  cesar,  una  cháchara  que
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